Esta América (del norte) que me ha tocado ver es la del post a todo. Es la America del post guerra-con-Irak, del post anti-gabachismo, hasta del post-ground zero. Ya verán, ya.

La odisea de vuelos inicial era Bilbao-Frankfurt-Denver-Santa Fe. De Bilbao a Denver, el personal in charge era evidentemente de Lufthansa, lo que asegura un cumplimiento exquisito de las regulaciones. Entre ellas, en el aeropuerto de Frankfurt, el repaso corporal antes de embarcar al avión, realizado en esta ocasión de manera bastante impúdica por un joven germano de aspecto pizpireto que no dejó resquicio de mi cuerpo sin manosear, y estoy siendo veraz y literal, no había visto yo tamaño atrevimiento. Se sonreía el cabroncete mientras despertaba mis cosquillas… En fin, allí había llegado yo medio zombi, después de haberme acostado a las tres de la mañana y levantado a las cinco, el avión salía a las siete. Uno aún hace alguna locurita de vez en cuando, no puede evitarse la tentación de recuperar cierto feeling juvenil. La llegada a Denver fue puntualísima, claro. El viaje, monótono en grado sumo, lo compartí con una pareja de daneses jovencísimos y enamoradísimos que tuvieron el buen gusto de separarme a su vez de un yanqui plasta que no era capaz de callarse miles de consejos para la (imagino) luna de miel de los tortolitos de Copenhague, viajes en helicóptero por el Grand Canyon y en coche por el Death Valley incluidos. Evidentemente, estos sobrinos de Hamlet tenían bastante más idea y mejor organizada de lo que iban a ver por la tierra prometida y entre beso y beso rebuznaban -educadamente eso sí- ante el acoso del americano. Pero lo bonito fue llegar a Santa Fe… La línea aérea que vuela a Santa Fe se llama, de manera totalmente inexplicable, Great Lakes Airlines. Se trata de una compañía pequeñita, con vuelos a destinos pequeñitos (aunque ninguno en un estado de los Grandes Lagos), y con medios pequeñitos. Sin ir más lejos, las tarjetas de embarque y los comprobantes de equipaje los hacen a mano. Y debe ser siempre así, porque no había ordenadores en sus mesas… Esto, me reconocerán, es algo muy fuerte, ¿no? Bueno, pues el avión se correspondía con lo que pudiera esperarse de tal despliegue de medios. Puedo decir que ya sé lo que es volar en una avioneta de las de verdad, esto no alcanzaba la categoría de avión de hélice. Capacidad para sólo catorce pasajeros separados en siete filas de dos columnas y un pasillo mínimo en medio. La puerta de la cabina de pilotos siempre abierta. Hélices pequeñitas, tipo Indiana Jones, de las ruidosas. Se oían a las maletas tambalearse en la bodega… De Denver a Santa Fe se pasa por encima de una sierra colateral de las Rocky Mountains. Allí siempre hay nubes y turbulencias, y bastante viento. No vomité porque soy de Bilbao y hay que dar una imagen, claro. Pero creo que debí llegar color verde caqui con irisaciones violetas a Santa Fe. Cuyo aeropuerto, construido en imitación a adobe, tiene un tamaño así como de piso de protección oficial. Las maletas, no podía ser de otro modo, las recogen en una camioneta y las entregan en la puta calle. No hay taxis –esto es la primera vez que lo veo en un aeropuerto los EE.UU.-, sino shuttles para llevar a todos al centro a la vez. Como tampoco podía ser de otro modo, somos diez pasajeros y han perdido 3 equipajes. Es el porcentaje habitual de Barajas, así que no pueden decir que no estén a la altura de grandes aeropuertos. Y, claro, hay que esperar bajo el fresquito viento de Nuevo México (Santa Fe está a dos mil metros de altura y a la noche hace rasca pues) a que todo el mundo haga su reclamación… lo cual tampoco le viene mal a la agitación estomacal tras el vuelo ‘bumpy-jumpy’ (palabras textuales del capitán) que tuvimos. Todo esto me resulta incomprensible, yo había estado ya en Santa Fe, cuando era pobre, joven y enamoradizo, y sabía que era una ciudad turística, y eso no encaja con semejante caja de zapatos de aeropuerto. La explicación es que el personal llega vía Albuquerque, que está ‘sólo’ a 60 millas y es aeropuerto de verdad, con ordenadores y personal de tierra y todo. Por supuesto, el calvario de vuelta fue similar, en el mismo avión y esta vez sólo con tres pasajeros. Por estadística de equipaje, en esta ocasión me tocó a mí perder la maleta, claro, que no recuperé hasta un día más tarde en la Pennsilvania prehuracánida. Great Lakes Airlines… me río yo de Freddy Krueger…

Pero mientras tanto nos quedaba Santa Fe, qué demonios. El congreso al que asistía se celebraba en el Hotel La Fonda (así, como suena, en español que es el lenguaje que se habla en Nuevo México y en su capital), edificio histórico y megachulo, con más de 400 años de historia, y reconstruido miles de veces en… imitación a adobe. Está en el mismo centro de la ciudad, junto a una plaza con un monumento conmemorando las victorias sobre los salvajes indios (hay un cartelito políticamente correcto anunciando que en otras épocas el lenguaje de la historia no era el adecuado), la iglesia católica de San Francisco (por fin, algo de piedra de verdad y nada de adobe), otras iglesias, y el Palacio de los Gobernadores… Santa Fe es una pena, señores. Una de las ciudades más antiguas de los EE.UU., fundada en 1598. Con una historia apasionante, que ha pasado por un periodo español, otro mexicano, otro de ‘ocupación’ -así lo llaman en los museos- americana y que finalmente es un estado federal propio, que ahora ya es sólo un paraíso para el comprador de arte. Es la segunda ciudad con más galerías de arte de los EE.UU. después de NYC… Y no queda prácticamente nada original, pero eso sí, como hay que mantener el feeling, hacen edificios bajitos y porches imitación, y todo lo decoran como si estuviera hecho de adobe. Pero queda tan artificial, queda tan claro que les ha podido su necesidad de reconstruir todo, de no admitir lo que una cultura anterior pudo haber dejado… En fin, la ciudad se ve en una mañana. Una visita al Museo Georgia O’Keefe inapelable para los amantes del surrealismo, el arte abstracto y las imágenes impactantes de esta mujer. También una visita al Museo de Nuevo México. La mitad de él está dedicado a los judíos alemanes que emigraron a New Mexico en el siglo XIX. La otra mitad es bastante más modesto y repasa toda la historia del estado… Las pequeñas iglesias del diecinueve… Ya sólo queda ir de galerías, incluyendo los artistas que pintan en la calle. Ahí siento la tentación de comprarme una lámina que una pintora wasp expone. Se trata de una imagen de la Virgen María, con su manto y un aura a imitación de -pensé yo- la Virgen de Guadalupe u otras similares. Lo guapo era que las manos y la cabeza correspondían a un esqueleto. Ahí me entusiasmé yo y los muchos años de educación católica en reverenciales miedos a Dios y a la muerte. La pena es que era demasiado grande, acuarela, bastante carita, un viaje taaaan largo por delante… La mujer me aclaró que siendo yo español y católico debía estar al tanto de las tradiciones de las vírgenes y los bultos. ‘Excuse me?’, dije abriendo atónito los ojos, pues ambos conceptos en conjunción me resultaban algo incompatibles. Y ahí me entero, en perfecto inglés, que un bulto es una figura de un santo rodeada de un aura como el que ella había empleado en esta virgen. Lo que se aprende cuando se viaja, señores.


Por lo demás, el congreso fue adecuadamente aburridito. Yo me temía lo peor, salvo por el hecho de que viendo los participantes me encontré con que uno de los speakers era nada menos que un tipo que trabajaba en Azkoitia, que acabó siendo un ingeniero residente en Barakaldo. Hay que joderse, pues. Y trabajando no en lo mismo pero sí en algo similar a lo mío, oigan. ¡¡¡Y tener que encontrarse en Santa Fe!!! Por lo menos tuve conversación continuada en el idioma natal en descansos y comiditas. Además de que después se nos sumaron un peruano y un argentino. Como suele suceder, formábamos la mesa más bulliciosa. Pero, vamos, las conferencias fueron el rollete esperable. No tanto los actos sociales. Que incluyeron una visita al Folk Museum de New Mexico, uno de los museos más bizarros que he visto en mi vida. porque es un museo de todas las tradiciones folk del mundo, lo que en el extraño entender de los responsables del mismo incluye desde banderas americanas de nueve estrellas (¿y cómo es posible, si se independizaron siendo trece estados?), figuritas que reproducían un rito azteca, marionetas de samurais, y hasta soldaditos de plomo, castillos de princesas europeas hechos con papel de aluminio reciclado de los paquetes de cigarrillos, e incluso un Mazinger Z colgado del techo. En fin… allí mismo nos dieron unas danzas indias, la del águila y la del búfalo, la primera bastante coñazo, la segunda soportable interpretadas por muchachos de aspecto esperable (la familia García, la presentó en español después de hacerlo en inglés). No se pierdan la vestimenta: tela de color blanco, cascabeles en las rodillas, las chicas incluso llevaban un gerriko rojo… Quienes hayan visto un aurresku me entenderán los paralelismos. Uno se dice aquello de ‘joder con las tradiciones de la edad de piedra’. El baile, claro está, no tiene nada que ver. El aurresku no deja de ser algo altivo, acá en Santa Fe los bailarines se humillan ante la naturaleza, su mirada se dirige al suelo, los pasos no son una demostración de físico y juventud precisamente.

Y no podemos dejar de dedicar unas líneas a la deliciosa gastronomía del país, este texmex regado de margaritas gigantescas, donde se rellenan los tacos cada uno con salsas guacamole y mayonesa, y donde la guarnición que nunca falta son un conjunto de frijoles (a escoger entre tintas -o tal vez eran pintas- y negras, según el room service de La Fonda) de explosivas características. Uno no puede quejarse de falta de actividad intestinal en Santa Fe, no, eso es seguro.

Mejor, dado el ajetreo que se me venía encima…

Viaje realizado en septiembre de 2003 (etapa i de iii)
Distancia Moscú-Santa Fe: 9.279 Km