Aunque el viajero sabe que dos noches nunca es suficiente, que no es posible ni con mucho más tiempo aprehender lo que es un universo completo, la crónica de dos noches en el invierno moscovita siempre puede merecer la pena.
Arrivals
Se produce el aterrizaje en el aeropuerto de Domodedovo. El espantoso vuelo (francamente mal organizado) de British Airways aterriza a cinco grados bajo cero entre capas de nieve de unos 20 cm y montañas varias del mismo material, sobre una pista despejada. Es de noche, y la nieve brilla, reflejando esforzada la escasa luz del lugar. Domodedovo es un aeropuerto bastante nuevecito, pero su terreno parece un cementerio de aviones. Aparatos de compañías desconocidas (Transaero, Domodedovo, ni siquiera hay un Aeroflot, no vemos ninguna aerolínea occidental, aunque sí el día de la salida, Lufthansa y Brussels Airlines) tapados por capas de nieve, con los motores protegidos por tapas rojas para evitar la congelación (supongo), se esparcen por los kilómetros de pista que recorremos hasta llegar a la terminal. El control de pasaportes es fácil, más de lo esperado. No hace dos años parece que exigían incluso enseñar el dinero que se introducía en el país, y hacer lo mismo a la salida. Ahora esa norma se ha americanizado y sólo es si llevas más de 10.000 ‘unidades de moneda’ en el bolsillo.
En la terminal abarrotada el vuelo es esperado por cientos de personas con sus carteles buscando a gente de empresa. Somos casi asaltados por los conductores que ofrecen taxis hasta la ciudad (se supone que conductores privados con los que hay que pactar un precio previo), pero a nosotros nos espera un vehículo del hotel, que hace el servicio por unas módicas 120 ‘unidades de moneda’. El vehículo es un pedazo Mercedes de cagarse, al que tenemos que esperar fuera de la terminal, bajo una suave aunque heladora ventisca nocturna. El contraste del coche con los vehículos habituales es grande. Automóviles de los setenta, con la chapa desvencijada en ocasiones y casi siempre descolorida, sucia de barro y nieve, y con acumulaciones continuadas de hielo en los bajos. Todo parece muy gris.
No hay nieve sobre la carretera, pero sí mucha sal. La autopista hasta Moscú está despejada. Hay vehículos parados (muchos) en los arcenes. La ciudad es ancha, está dormida, no hay nadie, ni iluminación, parece todo tan tranquilo, la tercera Roma duerme. Yo siempre -desde los juegos de 1980- me pregunté cuál fue la segunda Roma, pero ese es otro asunto. La cuestión es que el suministrador que hoy debía invitarnos a cenar (rico, millionario, con aire de mafioso acosador) se disculpa telefónicamente: está enfermo (personalmente creemos que la cena no le apetecía nada). A consecuencia de lo cual asaltamos las reservas de caviar de un restaurante del hotel. Y txá, qué quieren que les diga… pocas veces había probado yo el caviar y sigo sin verle la gracia por muy beluga azul que fuese y aunque estuviera ‘barato’ (a 120 ‘unidades de moneda’ la ración de 4 onzas). Ahora bien, es de destacar cómo despierta entusiasmos, oigan.
Era la noche del ocho de marzo. En Rusia acababa un largo fin de semana, ya que el 8 de marzo es el día de la mujer (sin más añadidos) y es día de fiesta. Han hecho puente. El 23 de febrero (si mal no recuerdo) es el día del hombre (también sin más añadidos, supongo que esto es hijo del comunismo igualitario). Uno de nuestros queridos proveedores nos regala un calendario, se comentan estas fechas, le parece curioso que celebremos el primero de mayo (ellos tienen un mayo repleto: celebran el día uno, el día dos como el de la victoria sobre Hitler y el once como el del fin de la IIGM), y se muestra extrañado de que el cumpleaños del rey Juan Carlos no sea fiesta en España (¡!).
Metales y pobreza
A Moscú hemos ido a reunirnos con unos cuantos suministradores de dos metales cuyos mayores productores mundiales son Rusia y Ucrania y que se usan fundamentalmente en las aleaciones de aluminio de las que se fabrican los aviones, cuyo fuselaje está hecho fundamentalmente del metal de la bauxita, y que es una industria en franca expansión tras los problemas del 11S. Son metales locos como el titanio, cuyo precio ha pasado de 4 dólares el kilo a 30 dólares en cuestión de semanas. Influye en ello también el final, dicen, de los almacenes de chatarra de la Unión Soviética, donde mucha industria aeroespacial hoy inasumible por costo se fabricaba con titanio. Los productores de titanio están asustados. Saben que su metal no es abundante y que esto puede llevar a las grandes compañías (entendámonos, Airbus y Boeing) a investigar aleaciones con otros metales económicamente no tan inseguros y con las mismas propiedades. La otra gran aplicación de interés del titanio, la fabricación de prótesis, no lleva grandes consumos. Es una de las ventajas del titanio: es biológicamente compatible.
En fin, que me disgrego.
Teníamos las reuniones en el hotel, en presencia de una traductora contactada por la embajada española en Moscú. Yo tenía mi interés por saber si era familiar de algún refugiado de la Guerra Civil, pero no. Conoce a muchos, en gran parte de su época de estudiante de español, se llama Tatiana (que con Olga, Ekaterina y Anna debe cubrir el 80% de los nombres femeninos rusos). Es mayor, desaliñada, le faltan los dientes -se adivinan algunas prótesis doradas y oscurecidas-, lleva un buen abrigo pero el resto de ropa está raído, tiene buen sentido del humor, traduce a toda hostia.
Uno diría que los rusos están introducidos en el mundo capitalista de los negocios sin ningún tipo de problema ni control, al contrario de los chinos, sobre los que las consideraciones políticogubernamentales aún tienen mucho peso. Todos han viajado hasta Moscú para estar con nosotros, pues las empresas a que representan están todas en el puto outback helado, beyond Europe, más allá del mundo conocido (esto es, en ese límite inespecífico entre los Urales y Siberia). Pero algunos han venido en avión, con un aspecto impecable, imposible no destacar a la pareja de padre (Vassily, que junto con Alexei, Andrei y Sergei, de nuevo debe cubrir el 80% de los nombres de varón ruso) e hijo (Sergei) -el mismísimo retrato de un Putin con veinte años menos-, que venían de Zurich hacia no sé dónde. Más triste es la visita de unos chicos de Berezniki, a los que la empresa obliga a venir pero sin pagar el billete de avión, con lo que se han hecho 21 horas de tren para vernos, estación a la que salen después de la reunión. ¡Y eso que viene el jefe de ventas! Llegan bien vestidos, pero algo desaliñados, sin afeitar (son jóvenes y lampiños, y ello no destaca mucho) y con las melenas desdibujadas. Aprovechan mínimas interrupciones para salir a fumar un cigarro. Aceptan comer con nosotros, pero dado que son los suministradores y les tocaría pagar, dicen que deben hacerlo fuera del hotel porque no tienen dietas para pagar tanto. La nevada incipiente nos hace invitarles a comer. Tanto ellos como la traductora se ponen literalmente las botas. Acaban con todo el pan de la mesa, comen dos platos y postre abundantes, y cuando volvemos a la sala de reuniones atacan el café y los pastelitos que el hotel nos había dejado con una intensidad destacable. Y sin embargo, sabemos que esta empresa tiene buenas economías, que vende bien en EE.UU., hasta nos dan regalos de empresa (llaveros, relojes, esas cosas)… Deducimos que no debemos ser precisamente el mayor de los negocios para ellos. Pero de ahí a que parezca que envían a hablar con los clientes a trabajadores que pasan hambre…
La plaza roja.
Apenas un kilómetro separa nuestro hotel de la Plaza Roja, y cuando a las cuatro y media de la tarde decidimos hacer al menos ese poco turismo que el tiempo nos permitía, la nieve ya había empezado a caer. A caer sobre calles ya nevadas, donde no hay placas sino directamente bloques de hielo. En Moscú se anda a un ritmo pausado. Es lógico dada la cantidad de hielo. Se nota tráfico a la tarde, y un importante atasco no sabemos ya si debido a que es el centro o a la nieve. Tardamos media hora más o menos en llegar a la plaza, después de pasar por el Bolshoi (cerrado por obras, con portadón neoclásico un tanto bruto). La Plaza Roja en sí es espectacular. De dimensiones enormes, transitada por unos cuantos turistas haciendo fotos bajo la nieve, cuyo escaso número le da todavía mayor aspecto desolado. Llegamos a la hora en que todo cierra: el mausoleo de Lenin, la catedral de San Basilio, el Kremlin ni siquiera parece haber estado abierto. La plaza tiene una ligera inclinación, y alcanza su máxima altura en el centro, cayendo luego hacia el río. El pavimento está adoquinado (lo que hace todavía más divertido lo de caminar sobre el hielo). En la pared del Kremlin destacan varias de las torres de la fortaleza, y el mausoleo que está encabezado por las cinco letras del fundador del país de los soviets. Junto a él, las escalinatas donde los mandamases ven desfilar los misiles nucleares (una imagen icónica del siglo pasado que yo siempre asocio a Brezhnev). Presiden los lados estrechos de la plaza el Museo de Historia Natural (cuyo color rojo destaca especialmente sobre la nieve) y la catedral de San Basilio, cuya imagen parece siempre resumir la de la ciudad. Las cúpulas de colores están tapadas por la nieve, pero en las bases se observa su colorido. La iglesia se me antoja verdaderamente extraña, con una asimetría imposible de diseñar, y su orgía de torreones desafiando cualquier plan arquitectónico. Algunos rusos están en el exterior santiguándose y rezando. Congelados por el paseo por tanto icono a ocho grados bajo cero, nos metemos en las galerías Gum. Estas debieron ser un mercado de abastos durante la época comunista, pero hoy en día son el colmo de la ironía. No es que Lenin quisiera estar enterrado en la Plaza Roja (ya sabemos todos que quería haber ido con su madre a San Petersburgo), pero tener enfrente toda la demostración de un capitalismo de lujo, imposible de abarcar por el común de los mortales (no digamos ya el común de los rusos), resulta casi cruel si pensamos en los avatares del materialismo histórico. Las galerías tienen tres pisos y un techo de cristal y todas las boutiques de lujo occidental que podamos pensar. Pocos puestos de artículos tradicionales rusos. Apenas unas tiendas de pieles (a precios desorbitados) y unos cuantos puestos que venden las horrendas muñecas rusas. Tienen cafés italianos y franceses. Hay poca gente, pero creo que los suficientes (es miércoles a la tarde) para que el negocio sobreviva.
Al salir, la nevada arrecia, y son cuarenta minutos hasta alcanzar el hotel entre atascos, coches que resbalan, mendigos que piden dinero bajo la nevada, y la noche que parece que va a sepultar a todos los habitantes de la ciudad.
Afortunadamente, y sin que nada indique el porqué, deja de nevar a las dos horas.
El hotel de lujo
Según la info, se distinguen dos tipos de hoteles principales en Moscú. Los hoteles occidentales de lujo, de precios desatados, y los llamados hoteles soviéticos, bastante asequibles, en los cuales el servicio debe ser bastante más modesto cuando no ‘férreo’. No debe existir un servicio de hotel medio entre ambos. Estuvimos en hotel occidental.
En este Marriott aprendimos lo que son las ‘unidades de moneda’. Simplemente dólares americanos. Que por alguna extraña razón no debe poder llamárseles por su nombre en la carta de los restaurantes o en las tarifas de hotel. El asunto es confuso, porque sólo hay una indicación de que no se trata de rublos al final de las cartas, cuando te aclaran que la legislación rusa obliga a cobrar en rublos, y que las ‘unidades de moneda’ (currency units) se indicarán con el cambio en los rublos en la factura. Esto debe ser porque la inflacción puede hacer cambiar el precio del rublo a diario (parece que hace dos años estaban en paridad, y ahora un dólar anda por los 30 rublos), pero no deja de ser un lío hasta que lo sabes. Y sale a cuenta comprar en rublos, dado que el cambio aplicado al pasar la tarjeta parece siempre bastante desfavorable.
El hotel está bastante vacío, lo cual parece lógico. Gente de negocios, sobre todo rusos, pero también occidentales y árabes. Algunos de los rusos vienen acompañados de jovencísimas y estiradas lolitas maquilladas y vestidas como señoritas de hotel. El servicio del hotel, totalmente anglófilo, también es jovencísimo. Sólo chicas en recepción, sólo chicos en los restaurantes, todos de ojos azules (al final busqué por honor alguno que fuera de ojos oscuros: fracasé incluso con los de pelo moreno), amables aunque estirados, con la mejor de sus sonrisas al recibir las propinas, sobre todo si son en dólares.
Mi habitación da a una hermosa calle peatonal, y enfrente tengo oficinas alojadas en una especie de palacete. Bajo la nieve, las dos tardes, un cantante ambulante y su compañero recogemonedas llenan la estancia de musicalidad tranquila.
Distancia Changsha – Moscú: 6.557 kms
Viaje realizado en marzo de 2005