Alas, este libro de Mijaíl Kuzmín es tan luminoso como anuncia su portada, aunque menos explícito de lo que pudiera sospecharse. Afamado por ser ejemplo pionero de literatura rusa claramente homosexual, publicado en 1905, llegué a él gracias a Wagnerismo, de Alex Ross, que lo menciona como una de las obras de arte de contenido homosexual con inspiración en la obra de Wagner (ciertamente hay una escena en que los personajes discuten una representación de Tannhäuser que acaban de ver, y se trata de una seducción soterrada hacia el protagonista basada en la ‘potencia’ wagneriana). Después me fasciné un poquito con la figura y vida del autor, miembro de la élite artística rusa y soviética, que tuvo una bonita lista de amigos amantes, incluido un ministro del primer gobierno bolchevique.

Pero si en Alas hay un aire que prevalece de la literatura rusa que conozco (poca, desgraciadamente) es el chejoviano. Porque esta alusión a la búsqueda del crecimiento de las alas de Vania (el protagonista), como metáfora sublime de una salida del armario, transcurre en la primavera de Petersburgo, en el verano del Volga, y en Italia, siempre con luz, con calor, con cuitas de amor entre malentendidos a los que añadir con naturalidad pasmosa la amistad masculina (la femenina no sucede pero entre líneas sería adivinable), con sus dramas (uno severo en forma de suicidio de dama no comprendida), y los volubles azares de la familia primero y el grupo después que rodean a Vania, un adolescente espigado y bello que va fluyendo entre escenas hasta consentir que la amante que le busca le consiga, bajo el patrocinio ambos de, cómo no, un profesor común de griego.

El estilo es ligero, evanescente, casi siempre dialogado en escenas que nunca parecen las decisivas. Técnica impresionista, dicen las reseñas con aparente precisión. Cumpliendo lo que decía Joyce de Chéjov:

En las obras de Chéjov, sin embargo, no hay planteamiento ni nudo ni desenlace, y no se va preparando ningún clímax; la acción es un continuo, pues la vida fluye hacia dentro y hacia fuera del escenario sin que nada se resuelva: tenemos la sensación de que todos los personajes han vivido antes de la obra y seguirán viviendo de manera igualmente dramática después

Pero este estilo es una decisión bastante inteligente, ya que por un lado quita gravedad al «elefante en la habitación» y por otro produce un avance de la narración al dejar en elipsis todo aquello que pudiera verse como aparentemente descriptivo o un punto de vista más explicito del narrador. Así, entre escenas de familiares que discuten, pequeños vodeviles en palcos de un teatro, o amigos que visitan de continuo, se cuela una visita aparentemente formativa con el profesor de griego, o incluso una escena en un burdel de chicos, con sus disgustos en forma de despechos e impagos menores. Además, el lenguaje de subtexto es habitual. Así por ejemplo defiende un personaje estudiar la «verdadera gramática» de cada idioma en vez de leer simples «traducciones»:

En lugar de una persona de carne y hueso, que se ríe o se enfada, a quien se puede amar, besar, odiar, en la que se ve la sangre fluir por las venas; en lugar de la belleza natural de un cuerpo desnudo, usted prefiere tener un muñeco sin alma, fabricado casi siempre por las manos de un artesano. Eso es lo que son las traducciones. Y el tiempo que se necesita para aprender la gramática no es mucho. Solo hay que leer, leer y leer. Leer consultando cada palabra en el diccionario es como andar a través de la espesura de un bosque. Y le ofrecería placeres desconocidos.

Hay más ejemplos, y probablemente varios que pasan desapercibidos porque los códigos de reconocimiento actuales han cambiado respecto a la Rusia de 1905.

En este link el traductor de la novela da algunas claves interesantes de la misma: su inserción entre las primeras novelas de contenido homosexual de varias literaturas, sucedidas todas a caballo del cambio de siglo, la opción naturalista pero simbolista del autor, sin drama ni metáforas opresivas (pensemos que una de las primeras novelas de contenido homosexual escrita en su idioma que menciona es Muerte de Venecia, escrita en alemán por Thomas Mann), y el juego de inserción en el entorno y el paisaje que Kuzmín resuelve con facilidad, gracias muy probablemente a ser él también un hombre de mundo, en un círculo de relaciones libre para relacionarse sin represión. El caso es que parece inevitable sentir simpatía por esta pieza leve y breve, pero cuya construcción implacable es evidente al terminarse, que refleja un autor de alma liberada y consciente de la forja del vínculo amoroso (con la figura hoy peculiar del mentor, y, sobre todo, con el tono luminoso y sensual), que se termina en un santiamén, y que en su negación por definición de «ser una novela de tesis» consigue posiblemente más eficacia en el reconocimiento. Eso es el poder del arte, desde luego.

Mijaíl Kuzmín (vía)