Hace pocos años y gracias a la biografía de Eduardo Haro Ibars, supe que Diego Galán había tenido una vida más peculiar de lo que parecía. En casa tenía un ejemplar de Jack Lemmon nunca cenó aquí, una crónica de sus años al frente del ZInemaldia en los años 80 y 90, cuando consiguió relanzarlo internacionalmente, asegurarle la categoría A, y luchar contra la endemoniada situación política del momento. Lo consiguió más por la vía del estrellato –con la instauración del Premio Donostia como hito principal- que por la calidad artística, y siempre me pareció que el libro, y su título, irían por ahí. A mi cinefilia poco mitómana se le antojaba sospechable que el libro me interesaría poco. Fue un regalo, que me hicieron por haber sido durante una década visitante del Festival, a veces acreditado gracias a Aux o BiFM. Pero esa referencia a una juventud cinéfila no acabó de animarme a la lectura. En 2019, sin embargo, murió Diego Galán en Madrid, y dado que su paso por Donostia sigue siendo su legado más reconocible, me convencí de que no habría mejor oportunidad.
Desafortunadamente, mi previsión se ha cumplido y el libro me ha gustado poco. Creo que Galán adopta una escritura demasiado correcta que a veces resulta gazmoña e incluso rancia (en cierto modo, que Pérez Reverte escribiera la introducción y la terminara con diciendo que íbamos a tener una ‘feliz proyeción’ ya lo anticipaba). Esta corrección evita que el autor caiga en el cotilleo, pero la contrapartida es un texto insulso y sin carga alguna de profundidad, donde las contradicciones entre la cinefilia dura y las concesiones a la industria norteamericana y sus imposiciones se resuelven con cierto punto de arrogancia, que se muestra cuando se es displicente con el gran mundo que a veces se les aparece a los mortales, entre los que obviamente se incluye. Todas las posibles aristas de estas situaciones quedan sepultadas bajo una bonhomía que pretende ser señorial y que acaba convirtiendo el libro en un catálogo de famosos haciendo tonterías por los escenarios de la heroica ciudad. Que si uno baja las escaleras, que si la otra tiene una asistenta astuta, que si alguien hizo un chiste sobre el Cristo del Urgell… El caos inherente a la organización de un festival es sólo un elemento resignado, y las vicisitudes de los jurados, la crítica y al organización siempre hacen un guiño de complicidad ramplona al lector, un ‘ya nos entendemos’ impostado y que no comparto ni el fondo ni en la forma. En fin. Incluso la discreción puede ser literaria, supongo que con herramientas como la ironía o la connotación, pero no. La escasa reflexión sobre el placer perdido del espectador que Galán tenía con el cine antes de dirigir el festival apenas alivia este sabor.
No obstante, concedo a este estilo un valor notable, probablemente inesperado, en algo que su autor preferiría no haber tenido que reseñar: el inagotable impacto de las acciones políticas que el Zinemaldia tuvo que soportar como escaparate de Donosti y del País Vasco al mundo que era. La cotidianeidad que Galán y blandura dan a diferentes sucesos (manifestaciones en las sedes, personas que subían con pancartas a las presentaciones, avisos de bomba, altercados que encerraban a organizadores y estrellas en un teatro, un restaurante o un coche, peticiones de suspensión del festival, cortes de calles, quema de contenedores, etc…) es casi la misma que da a sus desfiles de estrellas, jurados y películas: un amalgama de aburrimiento, repetición y resignación. ¿Cómo pudimos vivir así? Bueno, porque se puede, con pereza, miedo y aceptación se traga todo. A Galán la situación política le condicionaba de continuo y la solventó negociando con sus posibilidades. Lo explica de nuevo sin pasión, sin profundidad, con unos términos algo olvidados ya, sin interés verdadero: el paisaje era así y ahí estaba, tan inamovible como el Cristo del Urgell. Amarga foto, proyección no tan feliz.
Bueno. Descanse en paz Diego Galán. Creo, por las películas reseñadas, que estuve en las tres últimas ediciones que dirigió. Y sin duda dejó el Zinemaldi preparado para el futuro. Este último es un juicio anodino, realista, e intencionado.