Querida Madame Proust,
No quiere usted ni imaginar las imágenes que me ha sugerido la tecnología moderna para esta carta, una vez que he buscado conceptos similares a su título. Aunque ya ve lo afortunada que finalmente he sido al conseguir ilustrar con decencia cosas de la literatura, ¿verdad? Demos gracias a la ficción.
Ay, perdón.
¿Dónde iba yo? Qué sofoco… Le decía, querida Madame Proust, que a estas alturas, nuestro círculo de tertulianas sabe perfectamente que Marcel es escritor de atmósferas y no de hechos. A fin de cuentas, en las cuatrocientas páginas largas de A la sombra de las muchachas en flor que llevamos leídas entre labor de punto de cruz y té con pastas (y sin tocamiento alguno), apenas han pasado cuatro o cinco cosas, apasionantes todas. No obstante, esta indefinición de hechos lleva a algunas de nuestras más jóvenes Madames a preguntarse cosas. Cosas naturales que usted y yo conocemos incluso por términos médicos y anatómicos, dada nuestra edad y experiencias, que sería feo recordarle ahora por escrito. Pero estas jóvenes damas se debaten sobre si realmente le pasan o no a Marcel, o si el muy ladino -qué listo le ha salido el niño- nos quiere decir otras cosas. Observe por favor este párrafo que describe los intentos de Marcel por arrebatar una carta de las manos de Gilberta Swann:
Ella escondió la carta detrás del cuerpo, y yo le eché las dos manos por el cuello, alzando las trenzas, que aún llevaba colgando, bien porque estuviera todavía en edad de eso, bien porque su madre quisiera hacerla pasar por más niña, con objeto de rejuvenecerse ella; nos agarramos. Yo hice por traerla hacia mí; ella se resistía y se le pusieron los carrillos encendidos por el esfuerzo, rojos y redondos cual cerezas; se reía como si le hiciese cosquillas; yo la tenía bien enlazada con mis piernas, lo mismo que un arbusto al que se quiere trepar; y en medio de aquella gimnasia que yo hacía, sin que se acelerara apenas la sofocación que me causaba el ejercicio muscular y el ardor del juego, se escapó mi placer como unas cuantas gotas de sudor arrancadas por el esfuerzo, y sin que me quedase ni siquiera tiempo de saborearlo; en seguida cogía la carta. Entonces Gilberta me dijo bondadosamente:
-Bueno; si usted quiere, podemos pelear aún otro poco.
Empiezo a entender, Madame, que no responda usted a mis cartas. Tal vez se avergüenza usted de que su hijo cuente estas cosas. No se preocupe, yo dudo que esto sea impudicia, o liberalidad. Es más bien poesía. Bien llevada, entiéndame, ya que andar por las atmósferas y no por los hechos permite no contar algunos detalles. Porque, a diferencia de las preguntas de las jóvenes Madames, las mías son más prácticas. Si esto sucede en el Bois de Bologne, ¿cómo llegó Marcel a casa? ¿Y cómo pasar sus ropas al servicio? Dudas fundamentales, mucho más importantes que saber si recibir a las visitas en el porche o en el jardín, por supuesto. ¿Sabe lo que yo le recomiendo para el futuro? ¡LA COCACOLA! Otro día le explico qué es…
¡Otra vez, recáspita! ¡Maldita tecnología traviesa!
Suya,
Madame de Borge