Querida Madame Proust:

Ya he empezado el relato con el que nos deleita nuestro querido Marcel. ¡Cómo estoy disfrutando! Aunque ya le dije que mi primera reacción ante el volumen fue la de temor y prudencia, me he encontrado estos días dejando pasar mis dedos página tras página, maravillándome con cosas en principio tan cotidianas y rutinarias, y que en manos de su hijo resultan ser experiencias que llenan todos los sentidos. ¡Ni siquiera el buen Dickens había conseguido tal efecto sobre mí!

Dentro de las historias que cuenta hubo una que me causó especial inquietud, y esa es la de su espera del beso de buenas noches. Me hizo recordar que a mí misma me gustaba recibir ese cariño que hacía empezar la hora del sueño, y por ello lo comenté con mis hermanas, quienes estaban efusivamente de acuerdo con el desasosiego que causa el ser una pequeña criatura indefensa y no haber recibido el beso de su madre antes de acostarse. Una de mis hermanas, Constance, insistió mucho en la importancia de ese beso de despedida en la vida cotidiana.

– Charlotte, me haces recordar una anécdota que he tenido esta mañana con mi querido Joseph. Como tenía que hacer un viaje para reunirse con antiguos compañeros de Bath le acompañé a la estación de ferrocarril, asegurándome que no se dejaba nada en el carruaje, pues ya conoces la cabeza tan olvidadiza que tiene Joe. Una vez llegamos a la estación me dice «querida, espérame un momento, pues voy a comprobar cuál es la hora de salida». Vi cómo se adentraba en la estación con las maletas, espero un rato, y luego sale gritando «vete! vete!» agitando la mano ¡como si fuera una vulgar criada! ¡Y sin darme un beso de despedida! ¿Qué os parece?

Aquí intervino Meredith, apoyando a mi otra hermana
– Oh, querida, ya sabes el aprecio que le tenemos a Joseph, pero a veces reconozco que puede llegar al límite de tu paciencia.
– Gracias Meredith por tu comprensión, mas son varias cosas más las que me exasperaron ese día; cuando le vi salir de la estación me di cuenta de que no tenía el equipaje con él. «Joseph, querido ¿qué has hecho con la maleta?». Me contestó «En el andén». ¡En el andén!

Nosotras no pudimos hacer otra cosa que murmurar nuestra desaprobación, por supuesto.

– Y luego es él el que contínuamente denuncia la cantidad de embusteros y maleantes que le roban las maletas ¡Cómo no van a hacerlo, si en la práctica les está invitando amablemente a que tomen sus pertenencias!

– Pero es que ¡no sólo eso! Cuando sale me doy cuenta de que no lleva la maleta. Y yo le pregunto «¿qué has hecho con la maleta, Jose?». Y me dice «Está en el andén». ¡En el andén! ¡Y luego se queja de que le roben! Claro, dejándoselo todo por ahí…

Al hablar de esto, recordé un incidente no demasiado lejano:

– Constance ¿qué ocurrió con la máquina de escribir que olvidó en el coche de alquiler? ¿Lograsteis contactar con el chófer?
– Desgraciadamente no, lo cual me llena de pesar; era un aparato magnífico al que Joe ya se había acostumbrado, aunque ya era la tercera que se compraba. Como sigue dependiendo de ella para poder reflejar sus pensamientos, tuvimos que comprar otra más, aún más impresionante que las anteriores. Isaac, el buen encargado que ya tanto nos conoce, nos permitió firmar un contrato por el que nos daba parte del dinero si a Joe le volvían a robar.
– Pero ¿ese tipo de contratos no son válidos sólo en caso de que, Dios no lo quiera, un bandido amenace a su marido y le obligue a darle sus pertenencias?
– ¡Precisamente eso le dije yo! «Joseph, cariño, tu problema no es que las personas con dudosa ética vean ingenuidad en tu cara y quieran amenazarte para apoderarse de tus pertenencias sino que eres tú quien les facilita que se lleven dichos objetos». Pero no pude convencerle, ya sabes lo difícil que es quitarle una idea de la cabeza una vez empieza a darle vueltas. ¡Y así se mueve por el mundo, tentando a los ladrones para que le roben, y sin darme un triste beso de despedida!

Es la influencia de su hijo Marcel la que provoca estas discusiones. Ahora no vemos la estación, sino el humo de la estación y el efecto que sobre él provoca el rayo de luz de una determinada hora de la tarde. Tampoco somos capaces de ver una tienda de dulces, sino que vemos los dulces con todos los recuerdos que dan al masticarlos tras varias horas sin comer. Si algo tenemos claro al leer «Por el camino de Swann», es que nos está haciendo mejores personas.

Saludos de su siempre admiradora
Madame de Churchill

Un comentario en “Beso de bienvenida”

  1. Ay, Madame de Churchill… No hace nada he tenido un momento proustiano y aún no lo sabía. Comentaban mis queridas compañeras de trabajo (unas artistas del macramé entre otras labores, qué le voy a decir), y en concreto las de edad más provecta, que recordaban la escasa calor de sus casas en su infancia. Hace la hostia de años, obviamente. Cómo se tenían que meter en la cama casi separando las sábanas, que parecían húmedas, que crujían como si rompieran hielo. Las habitaciones estaban, parece, demasiado alejadas del lar, y los aislamientos eran malos. Y el pobre niño desvalido tenía que meterse allí dentro, e intentar calentar ese glacial de algodón recio. ¿Se imagina? Una de mis compañeras además mencionó que su padre no le dejaba usar la bolsa de agua, temeroso de que siendo infante de temple nervioso, la rompiera y se quemara. Así, imploraban a su madre que les trajera no un beso, ¡¡SINO UNA MANTA!! Decididamente, me pareció una interpretación materialista de lo proustiano que encajaba perfectamente con el carácter de su triunfante enunciadora…

    Resuya,
    Madame de Borge

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