Un fin de semana completo en Nueva York. Aterrizando un viernes a las seis de la tarde, entre los restos del huracán Isabel y a una temperatura cercana a los 30ºC (Nota: por deferencia a los lectores, usaré la escala Celsius para la temperatura, pero ser consciente de empezar a defenderse con la Fahrenheit, en el fondo, es terrible, pues se va introduciendo en el inconsciente como una marea negra: onzas, millas, libras, pies, pulgadas. ‘The guy was five feet high’, y ya sé si el problema es si era bajo o todo lo contrario, esto sí que es asimilación a una cultura). Saliendo del mismo a las cinco de la mañana del lunes en dirección a Pittsburgh, donde cayó agua a mares. En medio, dos magníficos días soleados, calurosos sin agobios, y con unos impresionantes cielos azules que hacen de cualquier ciudad un espectáculo más disfrutable, imaginen ustedes en esta.
Considerando que la última vez que subí al Empire State Building e hice la vuelta de rigor por el exterior, cuando intenté hacerla por segunda vez habían cerrado el lugar por los vientos y la temperatura de diez bajo cero…
Y es que, poniéndome esnob, pedante y cualquier otra cosa peor, uno ya está harto de subir al Empire State Building. Ya, ya sé que no es cosa que haga todos los fines de semana, pero es que… He estado tres veces en NYC, la primera vine solo, la segunda vez con una persona que venía por primera vez, la tercera con otra persona que venía también por primera vez. Y en esta ocasión, además, sin poder elegir entre subir a las Twin Towers o al Empire. Así que otra vez a sufrir el suplicio de los dos ascensores, la publicidad de los tipos que te venden la peli de realidad virtual para que vueles en helicóptero por los edificios de NYC como si fuese real por un módico extra de 15$, todos ellos hablando alrededor de la cola enorme a voz en grito, las promociones de fotos a 10$ con un póster detrás del edificio, en esta ocasión sin King Kong (¿lo habrán borrado por el mal rollo de ver aviones cerca de un rascacielos?). Y luego, como el día es bueno, aunque hay algo de bruma, todo el mundo se apelotona y es imposible ver algo, claro. Bajar es otro suplicio de ascensores y colas. En fin… Claro que enfrente del Empire, en la salida que da a la calle 32, hay una magnífica tienda de comics, donde te venden hasta la obra completa de Michael Chabon. Allí mismo no pude encontrar mi objetivo de cómic de este viaje: el segundo tomo de La liga de los caballeros extraordinarios, con la que habría fardado mogollón ante algún que otro comicófilo de saldo. Qué se le va a hacer. Al menos puede uno decir que no todo se encuentra en NYC (intenté en dos tiendas más: no hubo éxito). Completely sold out. Aunque evidentemente sorpresas siempre hay. La librería española de NYC es más grande y parece dotada de mejores fondos -en castellano- que gran parte de las librerías de Bilbao. Y lo que nunca me había pasado: poder comprar el periódico del día en EE.UU. Me refiero a El país, que me dio gran emoción al verlo en un revistero gigagrande, después de una semana sin ver un periódico en cristiano (un periódico que no hablara de Isabel en primera plana, vaya. Bueno, hablaba de Julio Medem…). Evidentemente, esto fue a horas intempestivas del día, que ya se sabe que NYC no cierra nunca. A esas últimas horas del día y primeras de la madrugada, el irse de compras por Times Square tiene su punto, aunque estés rodeado de turistas y desgraciados en busca de tu cartera. Claro que si uno habla de tiendas, en NYC no tiene descanso. Ya se saben ustedes dónde están las de auténtico lujo, en la Quinta y Madison entre las calles 45 y 60. Acompañadas de Tiffanys (nueva visita al templo capotiano por excelencia), de FAO Schwarz, las mejores jugueterías que he visto yo nunca -y es que acá compran juguetes para los niños más ricos del mundo, amiguetes; ello me recuerda que hice el vuelo de vuelta con un chaval de unos veinte años que el muy pervertido se llevaba para Frankfurt un monstruo de las galletas de los teleñecos… ¡DE TAMAÑO NATURAL! con fines claramente deshonestos, pues sonreía con delectación cada vez que un pasajero se extrañaba ante semejante muñecote asul ocupando un asiento de avión-, o la tienda oficial de la NBA. Uno puede luego bajar al Soho y compararlas con las tiendas de moda de las mismas marcas con la ropa al mismo precio, pero que acá se muestran en tiendas megacool y supraartísticas: esto es, dos vestidos colgados a la izquierda, un pantalón puesto en medio de la tienda, y otros dos vestidos a la derecha, todo ello en una pared pintada con un color pastel, bajo música electrónica o hiphop o dancetrash o lo que sea, y algo así como cincuenta metros cuadrados de espacio en blanco no sé yo para qué con lo que tiene que costar el suelo en esa zona. Pero la verdad es que esto del minimalismo tiene su encanto. En fin, suelen decir que Londres es el paraíso de las compras, pero por lo que conozco, discrepo, NYC es muchísimo mejor. Hasta entramos en una frutería, en Chelsea. Cada pieza de fruta brillaba directamente, y estaba individualmente separada, sobre una servilleta amorosamente doblada para ella. La iluminación estaba buscada, alumbrando con focos cada cesto de fruta. Y el muestrario de frutas exóticas era directamente bestial. En fin, dos dólares por dos manzanas golden, brillantes como nunca he visto y sabrosísimas, oigan. Todo muy adecuado para el postre de una comida que hay que hacer impepinablemente en NYC: devorar hot dogs de un street vendor car. Esto lo recomienda cualquier newyorker y cualquier turista guay que se acerca a la ciudad y lo ha hecho (yo mismo, vaya).
Y es que esta vez, antes de ir a NYC, he recibido más sugerencias coñazo que nunca. De los yanquis amables con quienes hemos estado viajando. Resulta que dos de ellos eran newyorkers, y otro había trabajado en Wall Street, con lo que… Dado el nombre graciosillo cuando menos de uno de ellos (Frank Amaturo) uno ya puede imaginarse que recomendara una visita a Little Italy, pero es que ese fin de semana era la ineludible, inapelable, imposible de dejar pasar, cita anual del Festival de San Genarro (sí, con dos erres). Bueno, el festival mierda este consiste más o menos en llenar los lados de Mulberry Street, calle principal del barrio, con todo tipo de puestos y barracas de supuesta inspiración italiana en la que venden de continuo comida -bueno, había también tiro al monigote- y más comida con un aspecto cuando menos poco digestivo -alucinantes spretzels gigantes rellenos de mostaza- a todo tipo de gente, notándose una absoluta falta de feeling italiano en todo ello. Salvo en los restaurantes del barrio, que son todos magníficos, siempre con un camarero tras la barra que en realidad es el dueño y que tiene un aire al Vittorio Gassman de Sleepers, y con la mamma mandando a los camareros a sentar al personal a la silla con un movimiento de labios que casi hace caer su cigarro precariamente atrapado… ‘eh… carlo… tavola per due’, saliéndole un vozarrón de estos tipo borrachera de cazalla -o su equivalente en Chiantilandia- seguida de cañas de Cruzcampo. No es el único festival del fin de semana en NYC. Como hace cuatro años en estas fechas, me vi atrapado en St. Patrick’s con la fiesta de las organizaciones alemanas de los EE.UU., vestidos con sus trajes regionales de falditas, y con sus bandas de música plasta atronando la Quinta Avenida, y todo el mundo recordando (me lo contaron tres veces) que los yanquis hablan inglés por una votación tras la declaración de la independencia en que se decidió cuál iba a ser el idioma del país en el que ganaron los anglófonos por un voto a los germanófonos. THANKS GOD!, daban ganas de decir aprovechando que estábamos en St. Patrick’s. Vamos, tenemos que aprender alemán para movernos por el mundo y nos da un passsssssmo. Pero en fin, que frente a un cierto tópico esperable, hay que decir que en NYC se compra mucho de puestos en la calle. No sólo comida. Los fines de semana la ciudad se llena de rastros de todos los pelos, más elegantes, menos elegantes, con arte incluso caro, con ropa vendida por inmigrantes al estilo de lo que pueda uno ver frente a los escaparates de El Corte Inglés. El más grande que vimos es el de la Columbus Avenue, cerca de Central Park, con varias decenas de calles implicadas. Y una superavenida para ir por el centro. Daba gusto pasearse por ahí mientras de nuevo vuelve uno a Central Park a visitar el Dakota, que es un edificio muy bonito pero que en general decepciona expectativas. Polansky es que lo retrató admirablemente. Así de paso vimos los recuerdos para George en el monumento a John y aprovechamos para pasar unas buenas horas en Central Park en domingo a la mañana, como buenos newyorkers, evitando el tráfico de rollercoasters, bikers y joggers, visitando el monumento a Alicia, acercándonos al museo de historia natural del Manhattan de Woody Allen, o dando pasos de baile cual Edward Norton en The Pond. Y el cielo azul sobre nuestras cabezas. Ooooooooh qué bonito….
NYC sigue estando tomada de banderas americanas, y en concreto la que sigue puesta en el edificio de la bolsa es taaaaaan impresionante (de grande y de limpia, júrosle que la bribona brillaba) que me hice una foto con ella detrás, aplastando mis principios. Bueno, yo y los cuatro japoneses que no había manera de que se fueran y dejaran de hacer fotos. Todos los turistas en la zona (era sábado) eran orientales, sabe dios por qué. En el Rockefeller Center, que a fin de cuentas son cuatro manzanas, contamos más de veinte banderas. El gran negocio en los EE.UU. está claro cuál es. Desde luego, cuando pienso la que se monta por acá por ese par de trapitos que ondean en edificios oficiales… Por las noches, la ciudad sigue haciendo ruido. Un zumbido extraño mezcla de los sistemas de motores del hotel junto con los coches y las sirenas treinta pisos más abajo. A los que somos de Bilbao nos siguen dejando entrar gratis en el Guggenheim. Además, con estilo. Te miran la tarjeta de socio del museo de Bilbao, en esta ocasión sin comprobar la identidad, y te preguntan directamente cuántas entradas quieres. ¿Y si le digo diez y me voy a la reventa? Nada, nada, dos entraditas gratuitas para marearse en ese edificio increíble, con su espiral sin columnas exteriores. Volví a pasar por el precioso Hotel Chelsea, con su ladrillo rojo profundo y sus barandillas negras, donde recordar a Patti Smith, Jim Carroll, Sam Shepard y Mapplethorpe. De nuevo me quedé sin entrar en el Radio City Music Hall, y es que sigue pareciéndome un robo lo de los 14$ por una hora mirando el hall de entrada al teatro. En fin… todos esos lugares que cuando uno llega allá simplemente reconoce en vez de conocer por primera vez.
Sólo hay una novedad en NYC. Que ya no hay torres gemelas, claro. No crean, salir de Wall Street, encarar la Trinity Church con el pequeño cementerio lleno de prohombres de la ciudad que encabeza Wall Street, cruzar Broadway y perderse el efecto alucinante, epatante, de ver los dos monstruos emerger de la nada detrás del cementerio de la iglesia, resulta de gran extrañeza. Como no verlos desafiantes desde Battery Park. La ciudad no parece revivir demasiado el asunto, es como si todos estuvieran demasiado de vuelta de todo. No hay demasiadas referencias en la ciudad a los héroes y estas cosas salvo si uno se acerca hasta el agujero en sí o si pasa por una sede de bomberos, o, como mucho, los libros en las librerías con la historia del World Trade Center. Y en la misma ground zero se ven más puestos de gente vendiendo camisetas irónicas del último apagón que cualquier otra cosa del 11S. En el mismo agujero hay unas vallas de tres metros de altura, con paneles explicativos de la historia del sitio, de los atentados, con los nombres de los muertos, y todo tipo de temas paralelos. Y hay cierto silencio, sí, no tiene uno la bulla del tráfico habitual, tal vez como si los coches evitaran la zona. No me gustó demasiado el espectáculo, la verdad, la gente agolpada alrededor de las vallas, aunque hubiera más educación que en el Empire State Building y no abundaran las fotografías (apenas se ve nada, claro). La mayor cantidad de las fotos se la lleva la cruz tomada de dos vigas de acero del edificio. Y a pesar de ello, no, no parecen tan traumatizados como cabría esperar o como a veces pueden vendernos. La ciudad sigue teniendo su increíble nightlife. Bueno, increíble lo digo yo por lo que uno ve por la calle, que es a la vez lo más puesto y lo más putero que puede uno imaginar -sólo hay que esperar unos meses, y ya llegará por acá, claro-, y no porque pueda uno disfrutar de los night clubs o de los sitios cool de veras (bueno, lo que sí es cierto es que en esta ciudad se come bajo un aire acondicionado salvaje y a oscuras, debe ser megafashion no saber qué te metes a la boca, con perdón). Pero, inasequibles al desaliento, intentamos ir a un club, al que llegamos a las doce y media, con una cola de unas veinte personas delante de nosotros. Todos ellos gente muy joven. Mi voyeurismo se animaba, dado que dentro del local se prometían escenas de alto interés antropológico una vez que mis ojitos ya maduros habían hecho el esfuerzo de catalogar la melange que esperaba en la calle. Tras veinte minutos de espera en que no entró nadie, decidimos dejarlo como buenos émulos de aquel gran sabio que decía lo de ‘la ciudad no es para mí’. En mi declaración alegué que llevaba doce horas de pie recorriendo la ciudad. Jo, pero es que el sitio se llamaba Float…
Volví a Bilbao con un espantoso dolor de muelas, por primera vez en mi vida, y con una bonita asimetría en la cara consecuencia de una infección. Hoy se le ha puesto fin tras una semana comiendo tortilla de antibióticos. Para una muela del juicio que me había salido, van y me la quitan.
Viaje realizado en septiembre de 2003 (etapa iii de iii)