Una muerte muy dulce es el relato breve, doloroso y angustioso de las seis semanas que la madre de Simone de Beauvoir, Françoise, pasó ingresada en una clínica antes de morir. En 1963 y con 78 años, Françoise sufre una caída y se rompe el fémur. Al ingresarla y examinarla se descubre que tiene una obstrucción intestinal causada por un tumor ya expandido. Aunque en la operación retiran los tumores posibles, es cuestión de poco tiempo que muera. Sus hijas deciden engañarla y contarle que ha sido una operación de peritonitis y que ha tenido mucha suerte de estar ya ingresada. Y aunque la mujer está atendida por sus hijas e incluso por una cuidadora nocturna, los tratamientos del dolor no son los actuales, y sólo los episodios de llagas producidos por las escaras resultan de lectura insoportable por momentos. El impacto de la agonía, de sus detalles físicos, de las miserias de la corrupción del cuerpo, es el principal caudal de este pequeño y sentidísimo volumen, menos dedicado al duelo posterior que a la fisicidad de la enfermedad y la muerte.
No trasciende en el libro el pensamiento de la obra general de Beauvoir, aunque existe cierta denuncia de clase por la labor de la élite médica frente al calor de las enfermeras, y elecciones literarias claras. Se trata de un relato casi totalmente protagonizado por mujeres, pero sin subrayados: es obvio quién se dedica a los cuidados de manera casi exclusiva en la familia y en la clínica, a excepción de médicos y cirujanos, a los que la autora reduce los nombres a las simples iniciales de sus apellidos: el Dr. N, el Dr. J, el Dr. B, en un juego de despersonalización dirigido contra quien se atribuye sin derecho alguno la ‘propiedad’ del enfermo. Sartre, algún primo, el cuñado de Simone… sí merecen figurar, en general de modo muy fugaz, con su nombre o apellido completo.
Todos, imagino, tenemos – o tendremos- un relato sobra nuestra madre y su muerte (aquí el mío). Es difícil ver novedad en estos retratos de cotidianeidad (aquí Joyce Farmer, aquí Javier Gomá), hasta ahora tal vez reprimidos por ser una excepción personal no interesante, hasta que el yo literario ha copado el mundo del relato. Simone de Beauvoir en realidad vive un shock inesperado de seis semanas, en que la estabilidad de la relación con su madre se rompe repentinamente. Los matices de su relación parten del reconocimiento de la figura peculiar de Beauvoir en su tiempo -una mujer intelectual de cierto éxito, atea, comunista, y que no estaba casada con su pareja-, pero no dejan de ser comunes: la impresión de la primera vez que le ve desnuda con su pubis calvo, la dureza que la madre siempre atribuyó a su hija fría y distante, el recuerdo del cuerpo materno amante en la infancia y hostil en la adolescencia… para terminar en el lamento por la singularidad perdida. No está libre de logros literarios: el cuerpo que se desnuda en el centro del relato llega al hospital vestido con una mañanita y sale forrado con una barbillera; pero, con elegancia de nuevo, no se subraya. También es interesante el reflejo del proceso: la obsesión por la clínica y sus engranajes, sus clases, y su implantación en la vida diaria no ya de la enferma sino de la propia Beauvoir, incapaz de retomar su cotidianeidad anterior.
Lógicamente este es un libro a leer con serenidad y algo de tiempo tras los ‘hechos’ de cada familia, porque la lectura resulta de congoja y tristeza fuertes. En el libro se filtra el sentimiento de una intelectual, que no llega a desatarse ni desmoronarse, pero que se sorprende, aparentemente, de que algo conceptualmente tan natural como la muerte no lo sea. La frase final va dedicada a ella: “una violencia indebida”. Probablemente no es sólo por el acto de morir en sí, sino por sus actores circundantes. A esa violencia responde un texto ágil, directo, de escaso lirismo, sin moral cristiana, pero de conmoción contemporánea obvia.