Querida Madame Proust,
¡Con qué disgusto conozco que ese irlandés bisexual se atrevió a decirle a usted que su casa era fea! ¿Acaso no se miraba él los tacones y los claveles verdes? Me entero de tan atroz, injusta acusación, leyendo a Luis Antonio de Villena, el biógrafo de semejante infame. Lea, lea: Se dice que fue en esa etapa cuando Jacques-Émile Blanche (elegantísimo pintor de retratos) presentó a Marcel Proust y a Oscar Wilde […] Sin embargo, se produjo algún desencuentro […] y la pretendida amistad –que nunca existió- se fue para siempre al garete. La casa de los padres de Proust (un gran piso sólidamente burgués en el bulevar Hausmann) al esteta Wilde le pareció muy fea. Al parecer, el inglés había dejado caer ante los padres de Marcel –quien aún no había llegado, origen del pequeño enfado de Wilde-: ¡Qué fea es la casa de ustedes! Y añade don Luis: Proust y Wilde no tenían, desde luego, temperamentos similares.
Debe esto ser cierto, pero, ¿qué quiere que le diga? No le voy a decir cómo es su hijo, Madame, pero ese secretito que compartían –y su infinita ambición artístico estética- les hace tener relaciones peculiarmente paralelas hacia la sociedad. No me dirá usted que a Marcel no le ha gustado nunca ser recibido en todos los salones, aunque en ninguno encuentre su acomodo, y, finalmente, siempre vuelva a la casa –preciosa, por cierto- de su madre, o sea, suya de usted. Debo reconocerle que Oscar Wilde sí triunfaba en los salones, pero los criticaba severamente cuando se daba la vuelta (si conseguía hacerlo sin destrozar la vajilla). Luego los salones le dieron lo suyo, eso sí. Marcel, en Guermantes, porfía hasta el desespero para ser admitido en las tertulias de Madame de Villeparisis, pero sus avances son escasos, y mire usted que tiene valores, qué le voy a decir. Pero esta fascinación por los salones, que tiene su parte de amor por la carne –como en Oscar- se combina en Marcel con esa moral de la virtud tan decimonónica…
Dice Marcel de Francisca, su criada: La riqueza era para ella como una condición necesaria de la virtud, sin la cual la virtud carecería de mérito y de encanto. Tan poco las separaba, que había acabado por atribuir a cada una de ellas las cualidades de la otra, por exigir que hubiese algo confortable en la virtud, por reconocer algo edificante en la riqueza. Esta frase me hizo pensar en Oscar Wilde y sus criterios estéticos sobre el mobiliario de casa Proust.
Dice don Luis que Marcel estaba deslumbrado por el aire de pavo real de Oscar Wilde, por ese personaje así construido y que vivía en tan frágil equilibrio sólo reconocible por buenos entendidos. Pero tan brillante como, aparentemente, virtuoso… Hoy, como parte de esas extrañas justicias poéticas del mundo, duermen a unos metros el uno del otro, en el cementerio de Pere Lachaise. La tumba de Oscar se dibuja periódicamente de besos, de comentarios lascivos, también de escupitajos. La de Marcel, siempre bruñida, siempre tiene flores. Supongo que usted las hace llevar con la diligencia de una madre amantísima, ¿verdad?
Suya,
Madame de Borge