En los tres años de duración de la pandemia del coronavirus, todos los habitantes del planeta hemos tenido el raro “privilegio” de ver y comprobar y necesitar la influencia de la ciencia en nuestras vidas en tiempo real y en un primer plano absoluto. Hasta ahora no estaba oculta, pero sí que probablemente dábamos por amortizados grandes avances científicos y su traducción tecnológica sin demasiada consciencia de ello (ciencia y tecnología son también usar un ascensor, graduarse la vista, o enviar un mensaje de WhatsApp). Los doscientos años de avances científicos prodigiosos y nuestra poca memoria para recordar errores han otorgado un aura religiosa por parte de la sociedad a la ciencia, una infalibilidad que ni tiene ni debe tener, pues sería su final y perdería su eficacia al negar su naturaleza verdadera.

La mala ciencia es el título de un libro escrito por el médico Ben Goldacre en 2008 dedicado a los herejes de esa ciencia considerada religión. El libro lamenta el escaso conocimiento del método científico por la sociedad y subraya que esta ignorancia tiene consecuencias concretas en decisiones que afectan a la vida de las personas. Goldacre estudia los grandes negocios relacionados con la salud, alrededor de la cual se publican la mayoría de artículos científicos de alcance general. Habla y desacredita con ejemplos bibliográficos abundantes los resultados de los productos que la homeopatía y el nutricionismo hacen llegar al público. También denuncia la incultura científica pretenciosa e interesada de muchos medios de comunicación, cuyo lenguaje de comunicación no es el de la ciencia. Pero tal vez el mejor logro del libro es partir de la perversión del método científico que hacen estas pseudociencias para que el lector lego en ciencia, pero abrumado por los medios, pueda además conocer cuáles son los errores de la práctica de la medicina y la farmacéutica oficiales, a las que Goldacre pone también en cuestión porque demasiado a menudo se apartan también del rigor del método científico en favor de intereses económicos. En algunos casos su juicio es feroz, lo que puede ser poco eficaz, puesto que linda con la arrogancia que las personas desconfiadas de la ciencia quieren ver en quien la defiende.

La ciencia parece jugar en una absurda inferioridad de condiciones en este debate. Frente a estas acusaciones de arrogancia o absolutismo científico, la ciencia y su método por defecto son humildes, porque se basan en la duda sobre la ciencia anterior establecida y en la realización de nuevos experimentos que permitan provocar la realidad y comprobar sus respuestas para establecer conclusiones. Frente al elitismo del que se acusa a los científicos, estos saben -o deberían- que todas sus hipótesis sólo serán aceptables mientras no aparezca quien explique mejor sus resultados, y saben que eso le ha pasado a Newton o a Einstein, por lo que no deben hacerse muchas ilusiones, aunque su orgullo humano les venza. Sí, parece haber correlación entre el desarrollo económico y el científico, y también entre los sistemas científicos avanzados y las democracias consolidadas, aunque, a juicio del cátedro de Cultura Científica de la Universidad del País Vasco, Juan Ignacio Pérez Iglesias, el reciente desarrollo científico de China introduce aquí una duda. Este autor, en su Los males de la ciencia (coescrito con Joaquín Sevilla) destaca otras deficiencias del modelo de desarrollo actual de las disciplinas científicas, como las desigualdades de género y raciales para acceder a los puestos superiores. Pero, por otro lado, tal y como el filósofo Daniel Innerarity ha defendido recientemente en varios medios, se ha producido un empoderamiento del ciudadano frente a la ciencia, gracias a una mayor educación y el enorme acceso actual a la información en red. El planteamiento es que no puede hacerse ya ciencia sin la ciudadanía.

Pero, independientemente de esta realidad, relacionada también con la transparencia presupuestaria, las personas de ciencia ya saben que ésta no tiene nunca un carácter divino ontológico definitivo. La pandemia ha sido buen ejemplo: la ciencia ha logrado hitos dificilísimos, siendo el mayor el desarrollo y distribución de vacunas complejas en tiempo récord. Pero también ha dejado errores, como la previsión de inmunidad de rebaño (que no funcionó y en la primera ola fue terrible en algunos países), o la insistencia en la persistencia de los fómites. No obstante, no son errores debidos a la aplicación del método científico, sino a la falta de definición de los parámetros del entorno de un virus desarrollado a una escala global y velocísima como el SARS-CoV-2. Sin conocimiento del método científico, con desprecio judicial por ejemplo hacia los epidemiólogos, es explicable que el discurso negacionista tenga público, y que, pervirtiendo las relaciones entre las ciencias llamadas naturales y las llamadas sociales, se hable de absolutismo científico. ¿La ciencia absolutista, cual gobierno tiránico que oprime al pueblo, en contra de la evidencia histórica arriba mencionada sobre la relación entre ciencia y democracia? Pienso que no, que nada más alejado de ello que la ciencia, necesitada profundamente del relativismo que permite abandonar teorías implantadas por mejores postulados.

Para muchos científicos la afirmación no es sino sardónica, considerando los problemas actuales de la práctica científica como la exigencia de productividad publicadora o la precariedad profesional. Pero es también corta de miras… Pongamos un contraejemplo astronómico: en su libro Un Universo de la Nada, el físico teórico Lawrence M. Krauss comenta que los cosmólogos conocen que debido a la expansión del universo estamos en el único momento de la existencia del mismo en que se puede recoger y registrar la información necesaria para “ver” (o percibir) el universo desde el momento del big bang y poder predecir precisamente su expansión. Si la vida y la especie humana hubieran surgido en la Tierra en otro momento de la existencia del universo, determinada información imprescindible para alcanzar estas conclusiones no nos habría llegado. Es decir, es un azar cósmico lo que permite que sepamos algo a priori tan trascendental como el momento del origen del universo, algo a lo que hemos dado una relevancia máxima en nuestra historia. No se trata ya de provocar la realidad con la experimentación, o de que dispongamos de mejor tecnología: en otro momento, las señales que permiten deducir la creación y duración del Universo no existirían. Sólo imaginarlo aplasta cualquier arrogancia humana sobre la capacidad de conocimiento absoluto.

Otra cuestión de todos modos ha superado al desconocimiento de factores puramente técnicos: las necesidades de gestión política de la pandemia en sus diferentes fases. Es indudable que la pandemia ha obligado a una interacción diaria de la ciencia con la política, cuando la suya es en general una relación más distante. Las necesidades de seguridad del mundo de hoy, exacerbadas con lógica durante la pandemia, han llevado a imponer criterios que la ciencia no había podido demostrar de acuerdo a su método estructurado y comparativo, y se han propuesto políticas distintas de gestión de la situación. En la primera ola algunas fueron evidentes: se optó por confinamiento masivo en países de contagio severo y escasez de tests de detección del virus, mientras que allí donde el número de tests era mayor las políticas fueron menos restrictivas. En la etapa final de la pandemia, el mantenimiento de las políticas de Covid cero del gobierno chino, y su posterior brusca finalización a finales de 2022 ante las protestas continuadas, es un ejemplo del poder desatendiendo a las evidencias científicas, incluso gozando del ejemplo demostrado durante meses en otros países. No es necesario irse a China para ejemplos flagrantes de desatención del criterio científico por decisiones políticas erróneas: el alejamiento del accidentado petrolero Prestige de la costa gallega a finales de 2002, en lugar de acercarlo a un puerto seguro y controlado, es un caso paradigmático.

Es inevitable recordar al sociólogo Max Weber y su clásico El político y el científico, donde reconoce que ambas disciplinas son profundamente vocacionales pero que trabajan en ritmos diferentes. Para Weber es más fácil definir las virtudes necesarias para ejercer bien la política (pasión, responsabilidad, mesura, humildad), pero no menciona esta última entre los atributos que adornan la vocación científica. En la política se es persona de acción, que ha de ser con frecuencia inmediata. Esto no combina bien con la ciencia, que requiere estudio, pero la posesión del saber objetivo que proporciona la paciente ciencia es beneficiosa para que la necesitada política proponga e imponga la acción más razonable. Sin duda esta idea es aún preponderante, pero la pandemia la ha tensionado.