Hace treinta años vi por primera y única vez, de momento, La edad de la inocencia. La película de Martin Scorsese tiene imágenes tan icónicas y reconocibles que desde luego recordaba muy bien a Daniel Day-Lewis, Michelle Pfeiffer, Winona Ryder y Geraldine Chaplin a la hora de leer, ahora, la novela de Edith Wharton que tanto fascinaba al director. Hasta entonces Scorsese no había rodado películas de ambientación histórica, pero el retrato de su ciudad y el interés por los mecanismos de la represión familiar y social permiten entrever algunos intereses personales en la novela.
La Edad de la Inocencia fue publicada en 1920, y retrata la sociedad neoyorquina de la década de los años 1870. Newland Archer se va a casar con May Welland; ambos pertenecen a la alta burguesía de la ciudad. Pero, antes incluso de prometerse, la condesa Olenska vuelve a Nueva York. Ellen Olenska es prima de May, pero perdió a sus padres, creció con una tía algo excéntrica, y se casó con un conde europeo llamado Olenski. Pero su matrimonio no fue bien, y se separaron. El regreso de Ellen a Nueva York causa un gran revuelo: es elegante, tiene el sofisticado mundo y costumbres de la añeja, divertida y artística Europa, pero, sobre todo, es una mujer separada cuya inserción en la vida social de su familia resulta problemática por ello. Por supuesto, Newland se enamora, y a Ellen la persiguen también otros hombres.
La novela adopta un estilo descriptivo muy detallado para captar el ambiente de los salones y casas en que viven sus protagonistas; es prolijo y con sentido estético intenso el dibujo de vajillas, vestidos, cabellos, salones, bibliotecas y despachos: seguramente esto facilitó mucho la labor de Gabriella Pescucci o Dante Ferretti (directora de vestuario y director de arte de la película), pero además logra un efecto sumamente inmersivo, probablemente por la ligereza casual con la que se presenta, entrelazado claro está con la descripción de costumbres y con los diálogos sociales y familiares, más, por supuesto, el propio pensamiento de Newland, que es el ancla único de la historia, y que tiene un concepto elevado de sí mismo, como no podía ser de otro modo.
El punto de vista en La edad de la inocencia, que es constante y coherente, marca lógicamente los acontecimientos y su presentación al lector. La edad de la inocencia transcurre en el plano de acción de Newland, pero sus aproximaciones a la condesa Olenska, sus viajes, y sus conversaciones con May tienen efectos en las familias y la sociedad, a cuyas reacciones no asistimos, y las consecuencias de esas reacciones llegan siempre a Newland a tiempo de interrumpir sus deseos e iniciativas, que él mismo tampoco es capaz de concretar. El uso de los grandes momentos de la vida en la sociedad crea sus propios clímax en la acción: el anuncio del compromiso de boda, un viaje por la enfermedad de un paciente, el anuncio del primer embarazo… las formalidades de la vida burguesa y aceptada cercenan cualquier posibilidad de que Newland rechace su bien pensado destino.
La ironía soterrada y continuada es el arma perfecta con que Wharton, socarronamente, desarrolla la historia. La inocencia del título parece hacer mención a la época, que Wharton presenta inicialmente de modo algo aparentemente paternal como un mundo ideal ya olvidado de costumbres sanas, respeto a las costumbres y gustos exquisitos. Como es de esperar, todo esto es negado por los acontecimientos que narra. Inocencia es lo que Newland cree la principal cualidad de May, con su aparente simpleza expositiva de hechos y sentimientos cariñosos hacia su prima o su falta de lecturas y cultura, pero el manejo del tiempo que hace May en la sombra y su continua alerta sobre los movimientos de Newland lo desmienten completamente. En realidad, su personaje acaba mostrándose como pasivo agresivo (castrador diríamos en otros tiempos) y en parte como luchador por sus intereses. En realidad, la inocencia aplica sobre todo a Newland y Ellen, incapaces casi por terror propio de consumar su pasión y de comprender cómo las fuerzas familiares se despliegan a su alrededor para impedir su relación. El momento en que Newland es consciente de que todos creen que sí han consumado, y de que sobre él se ciernen culpas y envidias infundadas, es sobrecogedor. No sólo para él como personaje, sino literariamente, pues actúa casi como negación de todo el relato anterior: nuestro héroe se ha desvanecido, no ha completado deseos ni un final feliz, e, incluso, el lector desearía saber cómo ha sucedido todo aquello que la autora le ha escamoteado con su uso coherente y despiadado del punto de vista, ya que nuestro querido protagonista no se ha enterado de nada.
La edad de la inocencia ganó el premio Pulitzer en 1920, el primero ganado por una mujer (si pensamos que ahora mismo sólo 16 mujeres de 118 personas han ganado el Nobel de literatura, podemos hacernos una idea del impacto que supuso la novela de Wharton para poder recibir ese premio). Para mí es inevitable pensar en su continuidad con Henry James (el de Washington Square, por ejemplo), tanto por la descripción social como por la profundidad psicológica, y en su lejanía con sus coetáneos Proust o Joyce, que andaban justo publicando las obras maestras del modernismo y el flujo de conciencia. Aunque el héroe de Wharton es masculino, es muy evidente que la víctima sufriente principal de la novela es el magnífico personaje de Ellen Olenska, moderna y desplazada, heredera de las heroínas de Jane Austen, capaz de revolucionar una sociedad sólo con cruzar un salón sin compañía masculina, y a la que sociedad y familia ahogan en un océano de rancia (in)moralidad. Ellen y Newland, éste en menor medida, son personajes trágicos a los que Wharton cuida con ternura y cuyas pasiones y obligaciones humanas le suponen aprecio. Es el conjunto social al que dedica su estilo irónico de voltaje elevado, sutileza en la réplica, y validez universal en el tiempo.