(artículo publicado en El Correo, el 19 de enero de 2022)
En un episodio de la primera temporada de Queer As Folk, la serie inglesa de finales de los noventa que presentaba la vida desprejuiciada de un grupo de homosexuales de Manchester, uno de los protagonistas muere debido a una dosis de droga adulterada. En el funeral, la madre reprocha a uno de los amigos de su hijo el estilo de vida que tienen, sin el cual su hijo seguiría vivo, en su opinión. El amigo no sabe qué responder, pero entonces, en compañía de otro amigo del grupo, acude a la casa de su amigo muerto a limpiarla: a llevarse todas las revistas, novelas, videos, juguetes, o decoración que, cuando la familia pudiera ir, les supusiera vergüenza y, probablemente, dolor.
Muchas personas que incluso podemos llamar afortunadas del colectivo LGTBI y que viven abiertamente su condición, tienen que conformarse con que en su familia les acepten, pero sin hablar de su estilo de vida. Su carácter afortunado resulta de la comparación, por supuesto, con el infierno de negación que viven otras personas del colectivo con sus familias, su necesaria armarización con sus, en principio, seres más queridos. El rechazo sentido y el terror a la decepción familiar desde que la propia condición le resulta evidente a la persona LGTBI, muchas veces en la preadolescencia, es una fortísima experiencia interior, cargada de negatividad, causante de soledad e infelicidad profundas y de homofobia interiorizada. Mientras tanto, las muestras de subcultura son indicios de culpa que deben ocultarse a la familia.
La vida adulta y la independencia del hogar de los padres no aseguran que la comprensión vaya a aparecer. Más bien al contrario: es habitual que desde una zona rural se acabe emigrando a la ciudad, donde se puede vivir más abiertamente, y que cuando se vuelve a visitar a la familia se vuelva a esconder la condición. Se trata de un pacto no hablado, o de una exigencia directa de la familia: que no se note el estilo de vida. No es raro que la familia no acuda masivamente a una boda del familiar LGTBI, de suceder. Y en caso de separación, rara vez la familia tiene modelos de acogida o es capaz de ofrecer ayuda, incluso cariño. Eso si hay suerte, porque si hablamos de estados serológicos la desolación es completa. Y, obviamente, las situaciones de dependencia no auguran buenos tiempos para personas cuyos lazos familiares han sufrido estas circunstancias y que normalmente no tienen descendencia.
Es cierto que las cosas han cambiado y que los avances eran inimaginables hace veinticinco años, pero no es complicado ver y escuchar que, bajo otras formas, muchas veces relacionadas con las redes sociales, no es sólo la familia, sino la sociedad -por ser amplio y no demonizar determinados estamentos profesionales- la que no empatiza con la experiencia LGTBI. Muchas personas de buena intención dieron por concluidas las reivindicaciones del colectivo LGTBI con la aprobación del matrimonio igualitario, pero parece obvio que se equivocaban. En su tiempo hubo una reacción inmediata que todos recordamos, pero que se diluyó con los años y la sentencia del Tribunal Constitucional que declaraba la constitucionalidad de la ley que reformaba el Código Civil. La nueva oleada reaccionaria parece superior en intensidad, probablemente por varias razones: las guerras culturales de la política se han vuelto más agresivas, existe un foco intelectual que maneja la demonización de los colectivos llamados identitarios, y el actual campo de lucha (la igualdad real y efectiva de las personas trans) es desconocido en la experiencia general de la población. En cambio, los jóvenes ya nacidos en libertad son más visibles y gozan de referentes y mayor conocimiento de sus derechos, y disponen, en principio, de más recursos personales y sociales para luchar contra la reacción.
¿Cómo no entender con todos estos antecedentes que las personas LGTBI rechacen sus familias naturales y se alejen de ellas para desarrollar sus propios proyectos de vida? ¿Que se asocien, que busquen la supervivencia con sus pares, que sus amigos y amigas -compañeras de fatigas discriminatorias- sean la red protectora que para todo el mundo constituye la familia tradicional? Cuando Samuel Luiz murió este verano, una parte de la sociedad española reaccionó con incredulidad: como algo así no podía pasar, era necesaria una inaudita seguridad investigadora por encima de todo indicio o especulación. Samuel fue revictimizado a varios niveles: sus agresores no sabían que era homosexual; su familia no sabía que era homosexual; bastaba ya con el crimen horrible cometido para ser un acto devastador y el delito de odio no era necesario. Culpable de vivir armarizado para una familia que además era religiosa, culpable incluso de morir sin cumplir el estilo de vida esperable, culpable probablemente de haber muerto en la Arcadia de una España paraíso del supuesto lobby LGTBI.
Samuel fue también víctima indeseada de la mayor visibilidad de las vidas y familias LGTBI en redes, en pantallas, y en la vida cotidiana. Pero entre las consecuencias de esta mayor libertad está el aumento del odio injustificado. ¿A qué familias pertenecen ellos? ¿A qué estilo de vida?