El mar es la segunda novela que leo de John Banville, y la tercera si consideramos Pecado, que reseñé hace poco, pero que está escrita por Benjamin Black, su heterónimo utilizado para novelas de género negro. El mar, como Antigua luz, es un drama relacionado con la memoria y su ejercicio. Todas ellas transcurren, eso sí, en los años 50, y tanto en Antigua luz como en El mar, los recuerdos de juventud e infancia son protagonistas principales. También las estaciones parecen obsesionar a este escritor, y el recuerdo del verano, aparentemente mágico y seductor pero profundamente desasosegante e incluso trágico, parece que le interesa especialmente.
En El mar, el protagonista es un historiador del arte llamado con aire premonitorio Max Morden, cuya mujer acaba de fallecer por cáncer. Decide tras ello volver al pueblecito de la costa irlandesa donde pasaba los veranos y alquilar una habitación en la cas que se encontraba enfrente de la que tenían sus padres, y donde, cuarenta o cincuenta años atrás, se alojaba una familia que se le antojaba fascinante, por aparentemente bella –como el verano-, poco rutinaria, cosmopolita incluso. A sus once años cae rendidamente enamorado de la madre, más tarde de la hija, y también fascinado por el hermano mellizo de ésta, un chico travieso que no habla nunca y que está dotado de membranas interdigitales en los pies. Banville no narra este verano como el del amanecer a los disgustos pero también placeres de la vida adulta o del amor (que además no se consuman: la edad del protagonista es demasiado poca), sino como el del reconocimiento de una amargura existencial, procedente del dolor inherente de la vida y su final siempre traumático. Max no es un niño envidioso, pero sí anhela saber por qué existen vidas mejores que las suyas, y por qué se ha visto obligado a la mediocridad. Un juicio que el lector puede también considerar que se realiza desde cierta conmiseración o desde un carácter agrio, dado que en realidad su drama no resulta tan excesivo.
Otra cosa es cómo Banville expresa este vaivén emocional, y en este punto creo que El mar es una obra mayor, y no me extraña que ganara el Man Booker en su día, en 2005. El relato escrito desde la madurez actual de Morden es una reflexión de la pérdida continua que supone la vida, y aunque el libro no llega a adquirir una estructura paralela, sí tiene un juego de espejos entre presente y pasado. Con su actividad actual de escritor, Morden juega a la incapacidad literaria para explicar el sentimiento trágico de la vida o, en su caso, para proporcionarse una mínima felicidad, y se sirve para ello de la cotidianeidad de los actos (como echar una siesta en la playa y evocar los sentimientos encontrados que le produce), del costumbrismo descriptivo (su lúcido momento en que compara la vida en pensiones del presente y del pasado y cómo eso le convierte en un ser desarraigado), o de los fenómenos del paisaje (con la ominosa marea física y metafórica del final y su momento cercano al fantástico). A esta genialidad que alude sutilmente a la propia (eso cree él) incapacidad artística de Banville, se añade una riqueza lingüística bellísima, el uso de palabras de definición exacta pero un tanto olvidadas, que ya se observaba en Antigua luz, y que, una vez más, debe haber dado un trabajo gratificante al traductor, Damián Alou, que ambas novelas comparten. Todo el libro, aparentemente las memorias de un hombre agotado por la vida y deprimido por las experiencias, muestra una gran inteligencia observadora y una gran capacidad de análisis, que desborda al personaje y a la situación concreta y alcanza con precisión una estética de la melancolía y de la tragedia cotidiana que resulta sublime navegando en su mar de profunda amargura.
Qué gran escritor es John Banville. Cómo nos gusta a los que mantenemos nuestro pozo de existencialismo aunque esté ahí, escondido, en su negritud absoluta.