Tres chinos y tres europeos comenzamos nuestro viaje por la China real en el aeropuerto de Tongren (que a pesar del nombre es China y no Noruega), otro edificio nuevecito, en lo que será nuestra residencia móvil durante dos días: un ‘mpv’. O al menos creo recordar que lo llamaban mpv en inglés, algo así como las siglas de ‘many people vehicle’, o algo que me sonó tan raro como eso y que veo ahora que olvidé enseguida. Esto viene a ser un minibus, con plaza para trece personas, además de banquitos en la zona del conductor por si hay viajeros extra, pero… sin sitio para el equipaje. Entiéndase que viajábamos gente que estábamos de viaje de diez a quince días, según los casos, con lo que ello significa: maletones de proporciones homéricas, que debieron
almacenarse en la fila final de asientos, ocupando cinco de ellos, y descubriendo, los pobres, el sentido real de la palabra ‘bache’ y la acción ‘saltar’. Conviviremos así con nuestros enseres, alguno de ellos incluso nos amenazó con pegarnos una toñeja. El minibus tiene un aire así como de cosa bastante baqueteada, y con unos diez años desde que su diseño dejara de ser moderno. Eso sí, fundamental: con aire acondicionado, que casi permite pasar por los sitios como si uno visitase las atracciones, tristes en este caso, de un parque temático en el que algunos de los tópicos esperados sí que se cumplen. Fueron 18 horas en dos días, con una noche de hotel en Jishou, un hotel chino de veras, donde no hablan nada de inglés ni aceptan tarjetas, ni ofrecen desayuno occidental.
Las carreteras en la zona que visitamos son un espanto. Son el reino del bache. Es el mundo de la resignación ante el deslome lumbar. De la espera ante las horas interminables para completar unas decenas de kilómetros. El peor de los casos fue entre Huayuan y Zhangjiajie. Ciudades separadas unos 230 kilómetros, cuando ya habíamos recorrido unos 180 de ellos en tres horas
con todos sus baches y alegrías varias, y nos anunciaron que sólo quedaban 48 kilómetros, nos las prometimos muy felices. Pero nadie nos dijo que todo ese tramo estaba en obras y que utilizaban la carretera antigua para el transporte de materiales y todo lo demás que lleva construir carreteras a pico y pala. Fueron 3 horas más. También fueron unos cuantos puntos de dar marcha atrás, mientras algunos precipicios se abrían a los pies (único momento en que Deborah se puso nerviosa, soltando un ‘oh, my God!’ académico y como muy british; posteriormente Geoff le diría que con el precipicio que era no había motivo a la preocupación, porque habría sido definitivo), y la noche caía sobre el valle. Nuestro conductor era un profesional de tomo y lomo e impertérrito seguía adelante, sólo parando cada hora y media para abrir la puerta y echar un señor japo que yo adivinaba elefantiásico al suelo, o bien cuando los de la construcción de la carretera le decían que parara y le pedían (¿rogaban?, ¿mandaban?) que llevásemos a un chino unos kilómetros más adelante. Y adelantamos autobuses de línea: repletos, con asientos abatibles hasta formar literas, y gente con pinta de haber viajado ya muchos kilómetros. Cuando las cosas se ponían difíciles en algún paso, todos los del autobús sacaban la cabecita por la ventana. Y miraban a los trabajadores en las zanjas de la carretera, que a su vez nos miraban a nosotros y se reían, como diciendo adónde irán estos chorras. Pero no fue apenas nada (¡y el año que viene estará terminada!): el resto de las carreteras tendrán baches, pero son anchas y en general no tienen casi nada de tráfico (lo que siempre hay es gente andando por las carreteras, no sé adónde irán, pero siempre hay alguien andando), excepto el que hay en los pueblos y ciudades, que cuesta mucho cruzar, y no dan sensación de inseguridad, una vez que uno se acostumbra al sistema chino de no señalizar nada salvo con el bocinamen. Y el paisaje… ¡el paisaje es fabuloso! La zona es montañosa, con lo cual los arrozales se organizan en bancales que van subiendo en la montaña, cada uno de ellos más o menos reducido, pero numerosísimos. Toman el agua de los ríos de la zona, que van subiendo a los bancales con molinos de agua de apenas un metro de altura. El arroz estaba de un verde asturiano en día de verano soleado, como el resto del paisaje. Subimos montañas enormes, como las que hay entre Jishou y Huayuan, en cuya inaccesible cima un pequeño templo de un metro cuadrado y una escultura de un hombre recuerdan a los cientos de trabajadores muertos en la construcción de la misma (resulta un tanto terrible la frialdad con la que te lo sueltan…)
El paisanaje, sin embargo, es bastante más triste. Las zonas son bastante pobres y eso se nota, aunque también es cierto que nosotros al menos no vimos hambre ni condiciones penosas o terriblemente insalubres (aunque vete a saber si de noche no saldrán los anofeles locos de los arrozales y se dedicarán a pinchar a todo el mundo). En los arrozales no se ve tanta gente trabajando, pero también es cierto que no es cereal que necesite excesivos cuidados. Para sembrar, usan búfalos, domesticados y algo más pequeños que los que conocemos, que empujan ellos mismos. Por los arcenes andan personas con el típico gorro chino (que no habíamos visto en las ciudades), cestas a la espalda para llevar a los niños, y gente con el palo a la espalda y las cestas colgando, transportando de todo, desde verduras o frutas hasta… piedras. Porque otra cosa que vi en cierta abundancia eran pequeñas canteras. Imagino que como las condiciones de transporte son penosas pero en cada sitio de China se construye mucho, harán todo el esfuerzo por conseguir piedra lo más cerca posible de las construcciones. El hecho de que picar piedra se haga de acuerdo a lo que yo llamaría métodos absolutamente tradicionales puede ser bastante para explicar lo duro del asunto. Había niños trabajando en algunas de ellas, o transportando verduras entre pueblos, por lo que pregunté a la dama de Shanghai cómo eso era posible en China. Y me explicó que en efecto la educación es obligatoria y que el gobierno paga la enseñanza, esto es, el edificio de la escuela y el maestro. Los alumnos -sus familias- tienen que costearse el transporte (que generalmente implica andar mucho), y el material escolar. Simplemente hay gente tan pobre que ni esto se puede pagar y por eso hay muchos niños que no van a la escuela. Dicen que en las ciudades ricas del este, Shanghai, Beijing, Guangzhou (el antiguo Cantón), etc… existen programas en que la gente aporta dinero para pagar lo que llamaron en inglés ‘hope schools’, que son miles de escuelas en China donde los niños pueden acceder a la educación gracias a ello. Pasamos por una escuela dos veces, la primera vez estaban los niños en el patio, formados en columnas de a dos, cada columna presidida por una bandera roja con las estrellas amarillas. Cantaban. Al volver por la carretera, estaban en el recreo: jugaban al fútbol y correteaban unos detrás de otros. Y también asistimos a la hora de la salida de una escuela en otro pueblo: corrían que se mataban los críos. Y en cuanto a los pueblos… visitamos uno bastante curioso, llamado Phoenix (no hubo manera de que me dijeran un nombre chino de esto), que conservaba muchos edificios tradicionales, y templos y todo, con esos techos con las puntas levantadas (también pregunté por esto: parece que se pretende con ello dar la sensación de que la casa puede volar y así huir del ataque de un dragón). En el río, una barca tradicional china de las que se ve en las pelis. Respuesta a la pregunta: ‘turists! probably japanese!’. Otro fue Sangtao, posiblemente el sitio más pobre que vimos, donde vi a mucha gente preparar los noodles y secarlos en barras, dejandolos colgando en la carretera, a las madres jovencísimas ir a por agua a las fuentes públicas, etc… Jishou y Huayuan son sitios más grandes, absolutamente caóticos eso sí, y repletos de gente, con muchas aceras sin asfaltar (bueno, los pueblos están totalmente sin asfaltar). Eso sí, que no se diga que no hay cosas de lo más moderno, como una zapatería descojono que en su cartel de la tienda decía que vendía zapatos ¡con la ISO9002! Comer en Jishou o Huayuan fue algo más valiente que en Changsha o Guiyang, pero aceptable. Curiosamente, casi siempre se come en comedores privados (uno no sabría decir si para agasajarlo más o para ocultarlo del resto de chinos, o para ocultar al resto de chinos de la vista de uno: esto no lo pregunté) que tienen una tele encendida que siempre se deja puesta. Hombre, no es que esté mal de vez en cuando darse la vuelta para echarse unas risas con la típica pelea chorra de peli jonkonesa, pero, vamos, que no sé yo…
Comprenderéis que tantas horas encerrado en vehículos dan para mucho. Ahí descubrí yo la afición de Geoff por El libro de la selva. O tuve que sufrir los embates de Grace empeñada en enseñarme nociones de chino a toda costa y amenazándome con examinarme al día siguiente: xixie (gracias), guo, ni, ta, guoman, niman, taman (yo, tú, él/ella, etc…), o los números hasta ser
capaz de decir 9002… Un sufrimiento con miles de sonidos alrededor de la ‘s’. Y mira que en euskara disfrutamos mucho con los diferentes sonidos de la s, la z, tx, tz e incluso tt, pero el chino lo supera, porque también la j, y la zh, y la sh, y demás, tienen sonidos similares. Yo es que en viajes tan largos en carretera, sobre todo si no conduzco, sufro mucho y siento irreprimibles deseos de intentar divertirme de alguna manera que no sea sólo dormitar (esto es difícil cuando estás botando de bache en bache). Pero nadie secundaba mis intentos de seguir cantando canciones. Los ingleses no me daban complicidad. Y los chinos hablaban entre ellos y se reían pizpiretos. Mamones.
Y qué hacía yo en esos parajes, ardiendo de interés os preguntaréis. Visitar plantas de producción de metales, que es una cosa que necesitamos en mi empresa. Hablar de cómo son las empresas puede ser otro mundo, aunque por no ser injustos hay que decir que el proceso de producción de la cosa esta es por definición bastante guarrete. Las empresas no están demasiado modernizadas, y los medios de llevar materiales dentro de la planta son de tracción humana. Bidones de cien kilos de peso entre dos personas, hasta llenar vagones con veinte toneladas de material… Tuve una de las visitas más surrealistas que recuerdo nunca a una planta de producción. De noche, cuando sólo algunos procesos químicos seguían en marcha y con poco personal trabajando, sin iluminación, un grupo de unos ocho o diez chinos iluminaban nuestros pasos, el suelo, los bidones de material, las máquinas. Las luces cambiaban de un lado a otro y era difícil enterarse de nada. Casi daba por pensar en una peli de Ridley Scott con tanto foquito cambia que te cambia. Además, si ya en el campo los servicios solían ser ‘otra cosa’ (en restaurantes no son sino un agujero en una habitación, donde hay un cubo de agua y otro para dejar el papel que pudieras usar puesto que las tuberías no pueden con el papel higiénico, con una habitación abierta al aire libre para el oreo y quién sabe si la inspección visual), en las plantas pudimos ver de esos baños que describen las guías. Apenas un conjunto de agujeros, a metro y medio uno de otro, con un pequeña pared de separación de medio metro de altura entre uno y otro. ‘It is ok for the liquid stuff’, decía Geoff…
Así que cuando al final de jornadas tan agotadoras de carretera y manta, llegamos en noche del viernes a la ciudad de Zhangjiajie, donde nos esperaba un hotel internacional (¡ja!) y una jornada sabatina de asueto, visita de parque nacional y comienzo del regreso a casa, creí que podría descansar. Pero esto no fue lo que técnicamente hablando sucedió.
Distancia Guiyang – Zhangjiajie: 653 Km.
Viaje realizado en mayo de 2002 (etapa iv de v)