…y encerrado en tu hotel
1.- maldecir a la Guardia Civil: dos jovencísimos guardias civiles (si me hubiera esforzado, creo que podría haber sido su padre) tenían montadito un control en la salida de la autopista hacia el aeropuerto de Bilbao un miércoles a las seis menos veinte de la mañana. Una cola de siete coches, histéricos todos (puesto que no son horas para ir al aeropuerto ‘con tiempo por si pasa algo’), tres de ellos taxis. Estoy pues en el séptimo coche, el tercer taxi. No paran a nadie, excepto a mi taxista. Abre el maletero. Al chaval no le gusta lo que ve, así que el pasajero (-moi-) tiene que bajarse y abrir su equipaje sobre el asfalto de la carretera, bajo los focos y atenta mirada del siguiente coche y de otro guardia civil metralleta en ristre, para que el muchacho en cuestión introduzca su mano entre camisas, trajes y calzoncillos primorosamente enfundados mientras pone su barra reflectante amarilla a una distancia de mis ojos que ni el pobre Miguel Strogoff. Del escaso examen realizado no se sacó ninguna conclusión sobre la condición sospechosa del estudiado. No debieron darse cuenta de que llevaba armas de destrucción masiva en mi corbatero, en forma de colores inalcanzables al ojo humano. Abro también el equipaje de mano, por el cierre del portátil: las sospechas se desvanecen, pues llevo dos libros. No necesitan ver más. En fin, que empezábamos bien.
2.- maldecir (aunque no tanto) las medidas de seguridad de los aeropuertos yanquis: un asian-american (juraría que coreano, se llamaba Mr. Kim) era el encargado de vigilar el equipaje de facturación en Newark, el tercer aeropuerto de NYC, al que llegué tras mi conexión via París y un estupendo vuelo en clase b’ness con sus raciones de foie mi-cuit, sus quesos y sus vinos de Burdeos (y un cristo de narices por esa manía que tienen a uno de confundirle hablándole a medias en inglés y francés), y del que quería salir en dirección al frío Pittsburgh. NYC también estaba fresco. Nevado. Gran impresión divisar Manhattan desde lejitos y verle que le falta irremediablemente algo, ese algo en lo que uno se fijó lo primero la primera vez que vio la ciudad. Mr. Kim me hace darle la clave de apertura de mi maleta, que le ha llevado un african-american conmigo al ladito (increíble lo que tienen que gastar en personal). Abre la maleta y al chorra de él no se le ocurre sino elogiar lo organizadito de la misma. Gruño un ‘really?’ y el tío se desata: que si no sé cuántas maletas tiene que abrir al día, que si la gente es un desastre preparando maletas… estoy por comentarle que a la mía ya le había echado mano la policía de mi país de origen, pero no sé si es bueno bromear con eso. Veo el aeropuerto menos tenso que los que visité el año pasado por estas fechas, pero no digo ni mú. Luego hay que pasar seguridad. Sí, extraer el portátil. Pero no me hicieron encenderlo, y no comprobaron el móvil, y no me registraron enterito. Sólo hubo que quitarse los zapatos. No es mi caso, pero seguro que dadas las condiciones olfativamente expansivas de la parte inferior de las extremidades inferiores de algunos humanos, esta gente sí que ha debido estar ‘under attack’.
3.- constatar la buena salud del nacionalismo en países grandes, tal y como lo está en países pequeños: banderas en las puertas de las casas, banderas por todos lados -no es que esto sea nuevo-, pero, coño, que parecen más grandes, no sé si tipo la Plaza de Colón, pero casi. Anuncios en las autopistas: ‘United we stand’. Creo que menos que el año pasado. Aunque veo uno peor que todos en la carretera de Pittsburgh a Cincinatti: cartel luminoso que se enciende ‘God bless our President Bush’. Uno puede admitir que pidan que les bendiga el país el señor demiurgo todopoderoso, pero que les bendiga al tocino este que ni ganó las elecciones…
5.- aprender cultura india: dicho sea con doble sentido. Por un lado, devorándose en un único día de viaje El Buda de los suburbios, de Hanif Kureishi, una novela en que por momentos incluso se parece a Julian Barnes, y que le salió de lo más divertida: de nuevo jóvenes paquistaníes y sus relaciones con ingleses durante el swinging London, la aparición del punk, etc… (acabado ya, ahora le estoy dando a mi primer Luis Landero, Los juegos de la edad tardía). Y por otra, preguntarme, en las carreteras de Ohio con reservas indias, si los indios seneca se llaman así en relación al estoico cordobés. Le hago la pregunta a mi querido agente que me lleva de viaje por estas tierras, y por supuesto no tiene ni idea de quién coño es el filósofo ese. Busco en la web y no encuentro si hay relación de nombres. Pero sí veo que los seneca eran parte de los indios ‘iroq’. ¿Y bien? Nah, tonterías mías, a esos indios dedica Jam-iroq-uai su nombre y sus discos funky esos que parecen de la Earth, Wind & Fire. No se lo digo al agente. Lo mismo me mira más raro aún, él que lleva sólo varios cedés de James Taylor en la guantera. Es que también le he explicado que cuando el presidente Aznar nos dice a los españoles que confiemos en él porque sabe que Saddam es malo y tiene cosas malas me da por pensar que lo sabe tan seguro porque él mismo se las ha vendido. Me ha mirado mal, lo vi entre las risotadas que se echaba, las de salesman moderno, las de hijo de Willy Loman adaptado a los tiempos.
6.- y, sin embargo, dejarse fascinar, aunque cada vez menos: extrañar a los empleados de los aeropuertos, emigrantes hispanos, al hablarles en español en acento que no reconocen, pero disfrutar del calor de su acogida. Comer en dos días en un italiano (pidiendo vino francés), un francés (pidiendo vino francés), un americano (pidiendo vino francés) y un mexicano (pidiendo, en español, una cerveza mexicana). Maravillarse ante los puentes sobre el río Ohio, viejas reliquias de los años veinte, de estructura metálica de cobre roído, y diseño envolvente y apasionante. O ante los camiones iluminados, agresivos y espectaculares, capaces de adelantarte a toda pastilla, o de encender la noche como si esto fuera Osaka. Y dejar perder la vista en las flatlands de Ohio tapadas por los treinta centímetros de nieve mientras las vacas aprovechan la poca zona de verde libre, o los caballos blancos y marrones trotan en las granjas, casi en estado de semilibertad. Evocar las viejas canciones de Van Morrison al cruzar el río Allegheny en el centro de Pittsburgh mientras se siente algún indicio de ataque místico. Ver los pueblos llenos de iglesias, que parecen repartir simonías, no muy lejos de las reservas amish de Ohio y Pennsylvania, parar en alguna gasolinera y ver que se venden muebles hechos a mano por los cuáqueros, y recordar a Harrison Ford, Kelly McGillis y Lukas Haas en aquella vieja película…
don’t’now much about history…
…what a wonderful world this would be
Highly interesting… we saw also some amish (amonitas) in Ontario and visiting the Niagara Falls. But by the way, why don't you explained at the begunning when the travel took place? it would be easier to understand..
Rose.
bueno, es que el blog no es cronológico, se trata de recuperar textos históricos y eso. Ciertamente, cundo leí la entrada pensé en cambiarla y redactarla 'en pasado', pero me pareció que perdía frescura. Saquemos enseñanzas de la confusión, cómo han cambiado los tiempos y eso. Aunque si el tea party sigue ganando adeptos…