No es menor la ambición histórica de una novela como Victus desde su título y desde el título de sus tres partes principales, que emulan a César, y que sirven a Albert Sánchez Piñol para dirigir a su imposible personaje, Martí Zuviría, en su devenir por la Guerra de Sucesión española. Victus, novela arrolladora y arrebatada, también agotadora, cuenta con el subtítulo Barcelona 1714, que evita toda duda sobre su tema. Publicada en 2014, coincidiendo con el tricentenario de la caída de Barcelona en manos de las tropas borbónicas, Victus parece celebrar a la par que denunciar el carácter catalán, y, con los años, funciona como espejo inesperado del otoño de 2017, sobre el que ‘hace sombra’, parcialmente por supuesto. Es, claro está, una novela deliciosamente analizable, llena de elecciones particulares del autor, en ocasiones gozosas, pero también discutibles.
Zuviría es un chico de Barcelona que por avatares varios de la vida acaba estudiando bajo la tutela de Sébastien Le Prestre, marqués de Vauban, el prestigioso constructor de fortalezas de Luis XIV. Su enseñanza es iniciática, con ritos de paso gremiales y semimasónicos, que permiten al chico adquirir un conocimiento importante en las artes de construir fortalezas consideradas inexpugnables, y de… diseñar y construir también las trincheras de ataque capaces de expugnarlas. Esta contradicción en la sabiduría que adquiere se instala en su vida y carácter, pusilánime, ambivalente, algo traicionero, bisexual por conveniencia, hasta que finalmente ve la luz y abraza la causa de la defensa imposible y suicida de Barcelona. El suyo en teoría es también un viaje interior y simbólico, representado en su búsqueda de una palabra o en los puntos de maestría que va adquiriendo literalmente según cumple los criterios de su maestro. Pero todo ello lo narra nada menos que a los 99 años, cuando ya ha empezado incluso la Revolución Francesa, y dictando sus recuerdos de la guerra de su juventud a su escriba ayudante…
Victus tiene varias vocaciones, todas ellas arrastradas por su personaje principal. Zuviría desprecia a su escriba (una mujer alemana llamada Waltraud) con todo tipo de calificativos machistas imposibles para su época y más dignos de Queipo de Llano que otra cosa. ¿Por qué este perfil, me pregunté todo el libro, cuando se nota que no es una argucia necesaria para la habilidad del autor en atrapar al lector? Este lenguaje de Zuviría se traslada al texto en otros ámbitos con frecuencia, y Sánchez Piñol juega, sin definir, a que Zuviría es consciente de que ‘le escriben’ su historia y que no puede en realidad controlarla (lo cual es un punto atractivo que además es útil para justificar según qué excesos, sí), y el artificio y la suspensión permiten aceptar este lenguaje de nuestra época para un hombre culto, por amargado que esté, del XVIII. ¿Inevitable, porque hay que acercar el relato histórico al lector de hoy? Probablemente sí, de manera lógica y admisible en lo comercial, pero la costura tan visible me desagrada más que al propio Zuviría, que no deja de ser un pícaro afortunado en grado sumo: sobrevive a ahorcamientos, palizas, heridas de fuego de gravedad, etc…) y, a pesar de ello, se le supone una vida plena, incluso en lo intelectual, y llega a viejo.
El ritmo endiablado de Victus, el personaje de ficción que se relaciona con casi todos los grandes de un acontecimiento así (forzando varios hechos: el peor probablemente por intrascendente en la trama es que Rafael Casanova fuera su abogado), el detalle técnico que aparenta exhaustivo y que Sánchez Piñol complementa con mapas y dibujos ‘del momento’ a cargo de Xavier Piñas y Joan Solé (es inevitable pensar en el Austerlitz, de W. G. Sebald, aunque dramática y desarrollo no se parezcan en nada) presentados y mencionados al lector con desparpajo casi libertario, las vicisitudes que le hacen crearse enemigos recurrentes que aparecen y desaparecen -como en un serial-, la habilidad en el retrato del pícaro y sus aventuras que le llevan de los borbónicos a los austracistas pasando por los miqueletes… todo ello contribuye, con sus descripciones vigorosas y rudas, con sus dosificaciones de desmitificación de la Historia, a crear una pieza adictiva de narración, incapaz en ocasiones de controlar una espiral de acontecimientos límite, que son los que llevan a cierto agotamiento por exceso, y que pasa por el lector como un ejército del XVIII: arrollador, sin dejar heridos. Es imposible apartar Victus de las manos, hay que seguir y seguir hasta la derrota final.
Victus, como decía, proyecta por supuesto su sombra sobre la actualidad, y en la simpleza de su parábola histórica aparenta explicar claves de un presente posterior a la escritura y que el autor recoge del pasado: el terror a ser llamado botifler, la guerra social con un poder local siempre elitista que prefiere aplastar cualquier potencial pérdida del statu quo, y un pueblo entregando su sentido de la esencia mientras construye (¿conscientemente?) sus mitos futuros. La visión del pasado permite describir crueldades, errores políticos buscados, luchas ególatras por el poder. Hasta en Villarroel se adivina un mayor Trapero… o al revés, claro. Por inevitable que sea leer 2017 en Victus, por inevitable que a un autor literario actual le sea emplear un lenguaje imposible por un personaje inverosímil, el valor literario es que el poder del relato y su ritmo interno funcionen autónomamente por encima de la Historia, desde luego.