Mi historiador preferido me regaló este libro de Daniel Aquillué, Armas y votos, subtitulado Politización y conflictividad política en España, 1833-1843, para que echara un ojo más detallado al siglo XIX español tras lecturas recientes como el generalista El siglo de las revoluciones en España, y el específico en el análisis Tres maneras de entender el federalismo.
Aquillué es un joven historiador apasionado del siglo XIX y un divulgador entusiasta (en ocasiones muy divertido) del mismo en sus libros y en su cuenta de Twitter. Este volumen es una publicación de su tesis doctoral. Su pasión inicia el libro con una reivindicación de un siglo tantas veces ninguneado frente al reciente, convulso e hipernarrado siglo XX, cuyos acontecimientos nacionales y globales paralizan el recuerdo de un siglo en el que no sólo se forjaban las ideologías y tendencias sociales que (evolucionadas) aún imperan hoy en el gobierno de la sociedad, sino que durante el mismo la historia entendida como conflicto fue un continuo: el siglo XIX europeo parece un carrusel de acontecimientos ineludibles que inunda calendarios y callejeros.
Aquillué tiene el buen gusto de fijar su mirada en un foco algo desplazado: la construcción de esa historia política mediante la participación de las clases más populares, estudiando cómo las revoluciones, guerras y tendencias políticas no solo afectaban, sino que crecían y se desarrollaban en lo local y en la periferia. Aunque hay detalles de cotidianeidad como por ejemplo las cuestiones de vestimenta y su precio, no se trata de un retrato de la vida popular durante aquellos años convulsos de 1833 a 1843 (una guerra civil, el final de un reinado y de dos regencias, una revolución y constantes conflictos locales), sino de mostrar las motivaciones políticas y las razones para los conflictos que se producían. Aquillué prefiere explicar más los detalles de los hechos sucedidos en las juntas locales y en las elecciones municipales de pueblos levantiscos, que los de la corte y sus políticas; éstas están apuntadas, claro, pero no como desencadenante único, sino que en ocasiones dichas políticas también son consecuencia y/o se combinan con la pulsión del vulgo.
Uno de los objetos principales de estudio del libro es la lucha dentro del bando liberal entre moderados y progresistas, y cómo esta se dio no sólo por esta disputa política concreta sino como reflejo añadido a otros conflictos en el país, hasta el punto de incluir el libro un anexo fascinante sobre el tipo de conflictos que estallaron entre 1834 y 1843 en los pueblos de (sólo) la provincia de Zaragoza, que incluye fraudes en elecciones, conflictos con eclesiásticos, con carlistas, con otro pueblo, entre ganaderos y agricultores, motines de la milicia, y entre contrarios y partidarios de Espartero. Dos ciudades, Zaragoza y Málaga, son los principales lugares de actividad y disputa permanentes, con Valencia, Barcelona y Madrid también presentes. El conflicto es siempre violentísimo verbalmente (los ejemplos contra los carlistas son vehementes cuando menos) y físicamente, como era de esperar. El autor lo analiza en términos también psicológicos: la descuartización literal del líder enemigo apuntando a la deslegitimización del poder establecido mediante una desaparición física literal. También entra en analizar el carácter anticlerical del liberalismo progresista, que asocia a una selección de conventos y monasterios específicos a destruir según las simpatías absolutistas de sus residentes, más que a una violencia generalista sin filtro. Y la apuesta digamos que política por explicar los conflictos locales incluso en pequeños pueblos, da protagonismo a caciques y revolucionarios locales olvidados por la Historia pero recogidos en los documentos, muestra con eficacia la expansión de la violencia y el peligro de la permisividad de las autoridades hacia la misma cuando ésta les convenía a corto plazo. Reconozco que son páginas que acaban pesando en mi lectura, pero también que me salta lagrimilla cuando se llega a la batalla de Luchana y al prestigio de Espartero por su triunfo en la liberación de Bilbao, y de repente se entiende el valor de que a uno le mienten el terruño como protagonista histórico fuera de las archidichosas Madrid y Barcelona.
El volumen termina con un capítulo dedicado a Baldomero Espartero, nuestra figura -dicen- más parecida a un Napoléon, el hombre que pudo reinar pero que al menos fue regente, que pagaba con las rentas de su acaudalada mujer los salarios de sus soldados, que pasó de héroe liberador del carlismo a traidor represor y bombardeador de Barcelona, y que perdió su calle en Bilbao mientras Zumalacarregi conserva la suya. Aquillué presenta un retrato desmitificador, incluyendo también sus logros políticos y organizativos, que fueron mayores de lo habitualmente aceptados en el imaginario, y con él prácticamente cierra el libro, con una cierta contradicción al espíritu general del mismo, al presentar a una figura histórica de primer orden, aunque sin duda fue el gran protagonista nacional de la década.
Armas y votos es un texto documentadísimo, y su lectura es ágil. Contiene mapas y figuras originales bien trabajadas, y un anecdotario rico y peculiar, que revela gusto y pericia narrativa. ¿Es un texto que nos mira e interpela? Creo que sí, por supuesto, que hace 200 años éramos un país en llamas, pero que esos fuegos duraron mucho y que aún dan algunos humos, que a Aquillué no le hace falta subrayar, porque el valor de la Historia estudiada en el volumen habla por sí solo.