Japantown. Sí, hombre, yo me había propuesto pasar por los centros comerciales japoneses y comer allí si era posible y visitar sus tiendas y demás. Japantown es pequeñito, apenas dos manzanas alrededor de dos centros comerciales conocidos como Japancenter, junto a la catedral de St. Mary y arriba de una colina bastante jodida ella. A pesar de lo enano, está ciertamente lleno de orientales de ojos rasgados hacia arriba. Una colección de restaurantes desmenuzan los tipos de comida japonesa que prepara cada uno. En ninguno de ellos se observa una tranquilizadora presencia mayoritaria de occidentales. La comida en sí resulta harto dificultosa, sobre todo porque mis compañeros de viaje nunca habían usado ni intentado usar chopsticks, y, claro, no iban a pedir tenedores siendo de Bilbao… Como era de esperar, nos gustó la tempura pero no el sushi (recordemos que la tempura es fácilmente atrapable con las manos). El sashimi sin embargo estaba estupendo. Y en cuanto a la breve visita por Japancenter, lo que más me impresionó -junto a la tentación de comprarme un kimono- es una gigantesca librería llena en un 90% de libros en japonés. Vamos, que me pareció enorme para una ciudad occidental con todito en raro… Y no eran pocos los occidentales que estaban en ello, no crean. Al salir de allí nos dedicamos a pasear hacia Pacific Heights (recuerden, recuerden a Michael Keaton haciendo la vida imposible a su vecino Matthew Modine), viendo mansiones victorianas y no tan victorianas varias, antes de decidir divertirnos un rato con el tranvía de California Street, sube que te baja cuesta que te cuesta. Bueno, lo de siempre, que los tranvías de SF no son tranvías sino cable cars que funcionan por una tracción a través de un cable que va por el medio de las vías. Los tranvías sólo cubren tres líneas, son antiguos y para turismo (muy caros, 3 dólares), y han sido sustituidos en el resto de la ciudad por nada menos que trolebuses. Me dio nostalgia mucha recordar los trolebuses que había en Bilbao cuando era enano, con los fogonazos eléctricos y el conductor saliendo fuera del vehículo a colocar el trole cuando este se salía. Ahora son zero emision vehicles, no te jode. Eso sí, llenan la ciudad de cables voladizos.
SFMOMA. Oséase, San Francisco Museum Of Modern Art. Bueno, sí, un museo de arte moderno normalito, pero la diferencia está en que las colecciones que normalmente se ven en estos museos americanos son muy diferentes de las que estamos acostumbrados en Europa. Cualquier museo americano de arte moderno que se precie tiene sus ejemplares de Picasso, Miró, Juan Gris, Matisse, etc… Para nosotros es más raro ver cuadros de Georgia O’Keefe, Jackson Pollock, Andy Warhol o Robert Rauschenberg. Bueno, ahora ya no tanto, al menos quien le dé por acudir al Guggenheim a reírse un rato. Vamos, que lo de Pollock sigue siendo un espanto, ejem, dios y su pincel me perdonen. Lo mejor del SFMOMA fueron las dos retrospectivas dedicadas a Roy Lichtenstein y Robert Bechtle. Al primero le conocemos todos, y ahí estaban todos sus cuadros de comics con todos sus puntos gordos hechos a mano que incluso decoran el pasillo de amigos y varios. Todo tan colorista, todo con ese aire tan pop. Por lo visto Lichtenstein siempre fue tratado como una mierda por parte de la crítica, y, claro, estas retrospectivas han tardado su tiempo en realizarse. Robert Bechtle por su parte pinta cuadros con coches enormes en medio de calles desiertas, en plan iconos culturales y en plan bestias que se comen el mundo. Tiende a fotografiar lo que quiere pintar, lo proyecta sobre el lienzo, dibuja las líneas principales, y luego pinta. Toda la provocación hiperrealista debida al pintor, supongo. Pero sus cuadros tienen la extrañeza de composición y simbología de Edward Hopper y por otro lado el aire luminoso de las ambientaciones de David Hockney. Y es pintor de los barrios de San Francisco, con sus coches inclinados en las colinas de Potrero Hill.
Soma. Y ya que estamos en el SFMOMA hablaremos del Soma. Uno de estos barrios yanquis cuyo nombre viene dado por una calle del lugar, South of Market en este caso. Market Street, calle para desfiles varios, viene a recordar un tanto a la Diagonal. Es una calle que cruza por completo y redefine a la vez la cuadrícula imposible de San Francisco (imposible por obligar a construir en línea recta en pendientes impresionantes) y que por lo visto siempre dividió diferentes ambientes y barrios. El Soma en sentido amplio coge desde el sur del embarcadero, hasta el ya bastante interior Castro, incluyendo Mission, y es a muchas de sus calles a las que se debe mucha de la animación variada de la ciudad y gran parte de su historia canalla. Esta animación incluye todo tipo de bares y discotecas. Aunque, je, también fue casualidad que a pesar del ambiente mixto de locales como Lit o Endup, allá en la Calle Sexta, acabara en los mismos en su straight night, je. Por cierto, que cobran una buena entrada (15 ó 20 dólares), sin derecho a consumición… Los restaurantes de la zona son de alto standing. Y es que San Francisco, además de su lado Ashbury y North Beach y Chinatown, tiene una zona de alto standing de no menearse. La he podido catar gracias a que el congreso suponía comidas y cenas con clientes en lugares de eso, standing. Creo que es la primera vez que debo reconocer que una ciudad americana reúne una buena cantidad de locales de gusto decorativo impresionante. La comida es otra cosa, claro. Pero no entremos en temas fussion, ejem.

The Citylights Bookshop. Bueeeeeeno, pues al menos pude escaparme a pasar un par de horas a la librería de los beatnicks en cuestión, donde llegué aterido y medio empapado porque al paraguas (de aluminio) no le daba para parar el chaparrón inmenso que estaba cayendo sobre Sodoma Reloaded. Un encanto de librería, oigan. Tiene tres plantas, todas ellas empapeladas de fotografías históricas del lugar (fotos cuyas copias están a la venta, framed or unframed), incluyendo visitas y charlas de gente como Allen Ginsberg o Bob Dylan, de invitaciones (escritas) a coger libros y sentarse a leer… La librería tiene 52 años, debemos recordar que San Francisco sólo tiene 150 años. Está situada en el inicio de North Beach, único lugar de San Francisco donde vi stripbars y peepshows, en general de mujeres y mixtos, pero también dos de sólo hombres. Ya saben: paneles blancos, fotos hórridas en el exterior, bombillas rojas, mucha luz. Al parecer, es negocio también en recesión en San Francisco, donde a pesar de todo no lo asocian con la inseguridad frente a los 7000 homeless que dice la prensa que tiene actualmente la ciudad. En fin, a lo que iba. En la librería, la tercera planta es una especie de cuarto apartado dedicado exclusivamente a la poesía, con especial referencia a los poetas del movimiento, claro está, pero con una sección importante de poesía general y muchas ediciones bilingües de autores españoles, y no sólo los esperables Lorca o Machado (que también). El lugar es silencioso, invita a la lectura cual finis africae, y eso que la madera del suelo cruje que se mata. La planta media tiene la parte de ficción y narración, aunque también las publicaciones propias de la librería. Nada reseñable acá, salvo una colección de revistas para mí todas desconocidas, incluyendo Bitch (pop culture for feminists, decía el subtítulo de la misma). No muy lejos había otra que era Witch, pero creo que esta era de decoración alternativa. La planta sótano incluye las mejores sorpresas, porque juro no haber visto tamaño colección de libros revolucionarios nunca en los EE.UU. ¡Pero bueno! ¡Si había hasta hagiografías de Fidel y de su revolución! Donde vamos a parar. Toda una sección dedicada al anarquismo. ¡Libros de Bakunin! Por supuesto, la consabida parte de gay and lesbian studies, donde me fijé sólo en un libro titulado Why I hate Abercrombie & Fitch?, para encontrarme con un artículo de un homo negro que despotrica contra dicha marca no por indecency sino por whiteness. Huys, qué complicado es lo de la militancia en este país, me da por pensar. Me imagino que a los chinos americanos gays les fastidiará Abercrombie por su unchinaness o similar. La parte de estudios sexuales también está interesante. Aparte del muchacho que había leyendo en esa sección y que al entrar yo se tapó la cabeza con la capucha de la sudadera (seguro que eso significa que le gusta el fist fucking o el dirty sánchez en el bar de la esquina de tres a tres y media de la tarde, claro que yo no lo entendí), encontré cosas como una historia del onanismo (masculino y femenino), de 800 páginas de grosor, que afirmaba que la historia de la masturbación as we know it empieza en mil setecientos algo debido a la primera publicación médica al respecto, cuando antes todo era gozo y despreocupación, fíjense. Y todo tipo de tratados varios junto a la sección de esotería (¿cuál mejor?) En fin, un lugar para disfrutarlo de veras. Cuando lo abandoné, llevando bajo el brazo una unofficial story de la muy sórdida ciudad, seguía cayendo toda la furia del Pacífico sobre la misma. Aproveché para despedirme del downtown, que ya sería lo último que viera de la tierra de promisión.


Pennsylvania. Dios mío, qué triste es Pennsylvania. A mí no me extraña que allí los muertos vaguen por las ciudades en busca de niños videntes, que haya superhéroes o que los hippies se encierren en comunas fuera del mundanal ruido. No es más que una sucesión de bosques cerradísimos, con colinas olvidadas, autopistas sin fin, y que no cambia de aspecto así sea febrero o septiembre.
Tristate. En los EE.UU. imagino que debe haber más de una zona a la que llamen Tristate, lugares fronterizos entre varios estados. Estuve (tuve que estar) esta vez en la que une Kentucky, Indiana, e Illinois. Pero Kentucky era el principal lugar de referencia. ¿Y qué conocemos reseñable de Kentucky, queridos? El Kentucky Fried Chicken, ¿no? En efecto, todo se fríe en Kentucky. TODO. Hasta hay lugares donde rebozan pasteles en una inmensa capa de huevo y pan rallado y en un aceite animal hórrido. Bueno, eso me cuentan, porque un día me llevan a cenar a un abrevadero de rednecks, y al día siguiente al World Famous’ Ralph’s Hickory Pit, que, en fin, no le iba a la zaga… Con aspecto de cabaña desvencijada (todo pintado sobre la madera, pero dando el pego desde lejos), en este lugar sufrimos un buen repaso de miradas al entrar, de arriba abajo. La clientela era gorda, gorda de la que no conoce la palabra ‘cuello’, vestida con camisas a cuadros, los carrillos bien rojos, la gorra de beisbol calada, del tipo de locales en que uno se pregunta cuántos llevarán armas. Allí el idioma se mastica, e imagino que a los maricones ni te cuento… El agente se descojona de mí. Dice que debo pedir un auténtico desayuno de Kentucky o las camareras me recriminarán cuando no se convertirán en vampiras cual empleadas del Titty Twister. No vean ustedes los platos que ofrecía la carta, que con una envidiable ironía hablaba del hearty breakfast como algo compuesto de royal pancakes, two eggs any style, your choice of sausage or bacon, hashbrowns, butter, syrup and wahtever else. Mi querido agente (un hombre de sorna sin fin) se da de bruces y le pide perdón a la camarera porque pido ¡french toasts! Empiezo a tener miedo. Las paredes están llenas de carteles machistas de esos para reírse de la propia esposa, alguno de los cuales podrían incitar a la violencia. Pero… no, no pasa nada. Las french toasts están estupendas. Los mugs del café son cojonudos, y me sirven dos veces, ganándose así el consabido dólar de propina. Salgo de allí con la colita entre las piernas, para llegar a casa, empezando por el caminito del aeropuerto de Evansville, Indiana, único del mundo que tiene sillas mecedoras junto a los ventanales para que los jubilados del lugar pasen relajadamente la tarde mientras ven aterrizar y despegar aviones. Lo que da una idea de cómo anda la animación por acá…
Fin de trayecto.
Viaje realizado en febrero de 2005 (etapa iii de iii)
Distancia San Francisco – Evansville: 3.274 km.