Aunque con algunas lecturas (como Gente de la Edad Media, Historia de la Belleza, o La invención del cuadro) es fácil saber que la Edad Media no es una época gris, en blanco y negro, tallada en severa piedra oscura, de imágenes insulsas, grandes plagas y taimado y exclusivo teocentrismo que la educación nos ha inoculado durante décadas, aún parece inevitable tener ese sentimiento al enfrentarse al arte medieval. Supongo que la imprimación cultural de esa idea es demasiado potente, que incluso tal vez el estigma es casi una categoría más psicológica que histórica, de la que resulta complicado zafarse. Supongo también que el contraste con la explosión sensual del Renacimiento, que además trae consigo coyunturas sociales, políticas y científicas que ya conectan incluso con nuestra época, permite dejar con más facilidad a los mil años anteriores en el olvido también educativo.
Todas estas cosas son falsas además de absurdas, como saben tanto historiadores como historiadores del arte. André Grabar es uno de éstos, uno de los más grandes historiadores del arte bizantino, y autor de este pequeño y delicioso librito, clarísimo en su exposición, y con ilustraciones, pero, a pesar de ello, de un tamaño manejable, que es Los orígenes de la estética medieval. Porque, en efecto, los artistas medievales no estaban menos dotados ni tenían una visión infantil de la representación figurativa en el arte, sino que su estilo respondía a un determinado canon desarrollado durante siglos, con su evolución y sus diferentes fases, y una serie de rasgos comunes que todos distinguimos: la ausencia de perspectiva y las imágenes planas, las aureolas de los santos y los personajes sagrados, los personajes de mirada frontal e inexpresiva…
La pregunta que subyace a las ideas de Grabar es si existe realmente una cesura lamentable en la historia del arte entre la caída de Roma (el imperio occidental) y el Quattrocento italiano que empezó a recuperar las formas del arte clásico. La primera hipótesis del autor es que la respuesta es no: un imperio también romano, el de oriente, con Bizancio como capital, permaneció y duró mil años más, y resulta lógico que en él se encuentren claves sociales y artísticas de la época, dado su poder. Así, el desarrollo de la estética medieval occidental bebe de la evolución del arte bizantino, especialmente tras el final de la época iconoclasta. Así, se impusieron rasgos estéticos en los que la realidad observada por los sentidos era despreciada frente al inmanente carácter divino de toda representación, especialmente la figurativa.
La segunda hipótesis de Grabar bebe del neoplatonismo de Plotino, filósofo del Bajo Imperio, en cuya doctrina el ‘Uno’ (asimilable a Dios) impregna la realidad de todos los hombres y toda la naturaleza, de modo que no puede representarse la misma sin sentir el influjo de estar representando a Dios. Para Grabar, Plotino crea la base teórica de mil años de arte, aunque el autor no establece una relación causa-efecto directa, sino que más bien se maravilla de la posibilidad de encontrar el edificio abstracto de toda una estética de mil años de historia del arte en un autor influyente y precursor.
Grabar explica con sencillez a pesar de moverse en terrenos que hollan la metafísica. Completa el libro con varias ilustraciones ejemplo de los rasgos estéticos desarrollados en la Edad Media y analizados en el texto. La brevedad admirable de Los orígenes de la estética medieval rinde una obra efectiva por concisa, pedagógica, plena de conocimiento, y hasta con una estética digna de estudiarse por sí misma. Y además me ha descubierto a Cosmas Indicopleustes, lo cual me ha llenado de felicidad.
(merci Ricardo Palmeiro, enseguida te devuelvo el libro, ;-))