Me fascinaba el conocimiento profundo que mi madre tenía del Casco Viejo. Recordaba bien dónde estaban las diferentes tiendas, en cuáles podía encontrar no importa qué objeto absurdo, y en cuáles era mejor el servicio. En los años de su juventud el comercio de la ciudad se encontraba allí, además del mercado central, más importante para la compra que ahora. En ese conocimiento adivino muchas horas recorridas en callejuelas, mirando escaparates, y, supongo, comprando. No es necesariamente una habilidad sencilla: la estructura medieval de las calles no es la más complicada, y bien puede afirmarse que son más anchas que en ciudades más viejas; pero hay bilbaínos de pro que no se aclaran y se pierden en él, y no es fácil ordenar los rincones de su cuadrícula doble.
No he vivido nunca en el Casco Viejo, pero allí me han pasado cosas interesantes. Lo intenté, e incluso pagué la señal de un piso, pero no me atreví. En realidad, fue mi madre quien pagó cien mil pesetas, con su particular capacidad de tomar decisiones apasionadas aunque después no quisiera que me fuera de casa. Era un piso interior en la calle Correo, estaba reformado y pintado en blanco, pero las ventanas eran pequeñas y ni siquiera se adivinaba un patio, que en el Casco Viejo pueden ser bastante espaciosos como para, en realidad, no necesitar que el piso sea exterior. Incluso tenía ascensor. Me he preguntado más de una vez si ese piso en el Casco Viejo le habría permitido a mi madre recuperar su vínculo con el barrio. Lo perdió por varios motivos: la familia compró una casa en un barrio algo alejado, las costumbres comerciales se fueron modificando, y, tan importante en la ciudad, abrieron grandes almacenes en el centro. Esto sucedió justo cuando yo nací, y, por eso, aunque yo acompañaba tantas veces a mi madre de compras, tengo escasos recuerdos de hacerlo por el Casco Viejo, y muchos más de Abando e Indautxu. Luego el Casco Viejo cambió; se inundó, los bares se reformaron, el ambiente no era ya el de su juventud. La información permanecía en su recuerdo, y, con la inercia que los barrios viejos presentan ante el movimiento -aunque sea el de toneladas de agua y barro descontroladas-, en general acertaba. Antes, por supuesto, de que memoria y salud mental se entretejieran. Su recuerdo de esos lugares se ha perdido. A veces, al abrir cajones en su casa, descubro conjuntos de bolsas de plástico que ella guardaba en grandes cantidades, y que son un muestrario memento mori de un Bilbao comercial ya casi extinto.
Tampoco nuestra familia ha querido nunca recordar mucho. No porque no acumuláramos objetos, que ha sido una costumbre arraigada hija de la mucha necesidad, sino porque no ha existido transmisión, las generaciones raramente nos hemos interesado seriamente por la historia de las generaciones anteriores… Mi padre era niño en la Guerra Civil, en su pueblo de Palencia. No solía hablar de aquello, pero con los años su memoria, según dicen que pasa con frecuencia, se centró en su infancia y juventud en el pueblo. Recordaba las noches en que se refugiaban no por miedo a bombardeos, que no tuvieron en zona declarada rebelde desde un principio, sino a las razias de los falangistas, que fusilaron a todo aquel dudoso de ser entusiasta de su causa. Aunque alguno fue hábil y se libró, y mi padre gustaba de comentarlo: su tío pasó de reconocido comunista a reconocido falangista, pero, tristemente, no recordaba los detalles ni los modos en que semejante transformación tuvo lugar, y tal vez pertenezca a un anhelo mítico. Hablaba de esto en su vejez, cuando la nostalgia le atacó con fuerza y de continuo deseaba volver al pueblo, a las romerías de vírgenes y santos que recordaba, y al cementerio a ver la tumba de su madre. En su madurez no fue tema de conversación: el día a día lo impedía, y recordar el pueblo era recordar y mencionar a su familia, y a mi madre no le gustaba el pueblo. No alimentó el ejercicio de la memoria y tal vez por eso nunca desarrollé ese apetito. Creo también que sucedía porque las historias no eran memorables, no tenían ápice heroico alguno, todo parecía menor, como si los pobres asumieran que no tenían derecho ni a la decencia de una narrativa interesante.
Las cosas no mejoraban por el lado materno. Mi abuelo había sido comunista e hizo la guerra. Estuvo preso en Santoña y cuando pudo volver a casa ya casi no volvió a hablar. La guerra nunca fue motivo de conversación. Y mi abuela, prototipo de abnegación callada, que no supo de su marido en tres años y sacó adelante a dos bebés en la primera postguerra, tampoco hablaba de ello. No a sus nietos, al menos, pero sospecho que tampoco a sus hijas. Se rompió con ello el hilo conductor de la familia, si antes lo hubo. El método del silencio, el olvido y el tiempo, vencieron al interés por el contenido.
Nos hicimos adolescentes con la transición, la revolución política, y los años de plomo. A los estirones de la juventud primera, este entorno inexplicable añadió más densidad a ese olvido, ahora aderezado no ya de ruptura por la edad, sino por el miedo al presente y a una historia acelerada. Mi padre cerró mal su negocio y recibió amenazas. Mi madre se obsesionó con nuestra seguridad, vecinos que éramos del cuartel de la Guardia Civil, pero también por los robos, las drogas en la calle. Mi pediatra fue asesinado en su consulta. Y todo le daba miedo, que yo recibía a caudales. Sabiéndome ya homosexual, el VIH empezó su exitosa carrera. Hablar no era una opción, despreciar la familia como institución empezó a ser fácil. Heredé sin saberlo la necesidad de olvido, no indagué, y fue fácil porque así no tenía obligación de reciprocidad: ¿pregunto yo algo? ¿acaso te incomodo?
Con la memoria LGTBI he sentido nuevos olvidos concéntricos. Los homosexuales -particularizo pues la confesión es personal- suelen tener padres heterosexuales alejados de sus experiencias. Sus progenitores no alcanzan a entender el desarraigo en la cadena familiar que supone la condición sexual del hijo, cuya historia privada y pública sólo tiene reflejo en sus pares fuera, normalmente, de la familia. Con los años tampoco será fácil encontrar jóvenes que reciban su propia memoria: primero porque no tendrá hijos -y si los tiene con probabilidad serán heterosexuales-, y después porque es señal de la subcultura homo el desprecio vital a la generación anterior. No siempre, desde luego, generalizo, por supuesto, periodo.
He paseado mucho por las partes nuevas de la ciudad tras la muerte de mi madre. El confinamiento de la Covid-19 no dejaba otra forma de dispersión. Calles, plazas, paseos, parques nuevos; incluso una isla nueva en la ría completada con el artificio de la ingeniería. Algunas zonas son vestigios industriales, recuerdos de una fuerza que, directa e indirectamente, dio de comer a mis padres y a mis abuelos. Esos pecios pudieron ser proveedores o clientes desconocidos de mi existencia. Conviven ahora en precaria conjunción con prodigios de la arquitectura moderna, grandes torres acristaladas, un estadio nuevo de fútbol con unas lamas tan gigantescas como inquietantes en su fachada, nuevos puentes de piel metálica sobre las aguas. Algunos sobrevivirán como indicio de un poder que mutó a golpes, que perdió un romanticismo más noble cuando se ve de lejos que cuando se vive y resulta miserable. La mayoría serán derrumbados y se llevarán más memoria.
He conservado, de hecho lo llevo puesto, un jersey que mi madre usaba en la residencia; con él llegó al hospital antes de su operación última, y después, en una bolsa de plástico grande con los logos de la sanidad pública, viajó por las habitaciones del hospital y finalmente terminó en mi casa. En ese jersey hay una etiqueta con su nombre, preparada y cosida por la residencia en que vivía, recordatorio de su propiedad en un lugar en que la ropa se pierde: se lava en lugares comunes, se equivocan al guardarla, queda olvidada si alguien se quita la prenda en un lugar inesperado. La etiqueta es un mecanismo contundente: proclama una identidad y una posesión, con cierta irrevocabilidad, pues su cosido, según he comprobado, no es fácilmente eliminable. Hace años, cuando era niño, la ropa que usaba en el colegio también llevaba etiquetas con mi nombre. Se podían encargar en las mercerías, y era mi madre quien las cosía diligentemente en las prendas, para que quien quiera que recogiera una chaquetita o un pañuelo olvidado supiera enseguida de su dueño.
El jersey es grande, es de chico. Es granate, imita un ganchillo, es de una gran cadena comercial. Estas tiendas llegaron tarde para mi madre, que probablemente no las habría tenido en buena consideración por calidad, aunque tampoco se habría fiado del precio. Amaba la ropa, el saber vestir, el combinar, ser elegante a la par que hábil para aprovechar bien las prendas. Había pasado necesidad en su infancia y su generación no podía permitir despilfarros, así que practicaba la reutilización sin complejos. Ella cosía y modificaba si era necesario: cogía bajos, acortaba mangas, anchaba cuellos. No sólo eran tiendas de ropa las que conocía en el Casco Viejo, también mercerías, zapaterías, tiendas de arreglos y remiendos… Aún siguen existiendo algunas muestras ya escasas, pues una hostelería desatada por el turismo y las tiendas de multinacionales y cadenas dominan el barrio. Trabajar este anclaje a una memoria que ahora se ha ido es necesario, como vestigio de una piedra que yo sé insensible pero que, desde una pequeña migaja de su esencia mineral, dio cobijo a esa bilbaína que pisó todas sus baldosas, miró todos sus escaparates, y registró todos los nombres en una cabeza frágil y mortal.