En la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, estupendo pequeño tratado del filósofo ilustrado alemán Immanuel Kant, que se lee con fruición, aparece este sucinto y contundente texto:

«Es, en realidad, absolutamente imposible determinar por experiencia y con absoluta certeza un solo caso en que la máxima de una acción, conforme por lo demás con el deber, haya tenido su asiento exclusivamente en fundamentos morales y en la representación del deber. Pues es el caso, a veces, que, a pesar del más penetrante examen, no encontramos nada que haya podido ser bastante poderoso, independientemente del fundamento moral del deber, para mover a tal o cual buena acción o a este tan grande sacrificio; pero no podemos concluir de ello con seguridad que la verdadera causa determinante de la voluntad no haya sido en realidad algún impulso secreto del egoísmo, oculto tras el mero espejismo de aquella idea; solemos preciarnos mucho de algún fundamento determinante, lleno de nobleza, pero que nos atribuimos falsamente; mas, en realidad, no podemos nunca, aun ejercitando el examen más riguroso, llegar por completo a los más recónditos motores; porque cuando se trata de valor moral no importan las acciones, que se ven, sino aquellos íntimos principios de las mismas, que no se ven.»

Es decir, para Kant la experiencia no es válida para determinar el valor moral de los motivos por los que hemos realizado una acción. Esta afirmación, además, no se realiza apelando a la observación de los demás, sino a la observación interior de cada uno. Describe así una convicción íntima: la de atribuirnos un fundamento moral en haber actuado de acuerdo al deber, cuando en realidad no es posible conocer con certeza los principios más íntimos que nos mueven a realizar ninguna acción.

La tesis básica que está construyendo Kant es la existencia de una parte racional del estudio de la moral alejada de consideraciones empíricas o del estudio empírico de la moral. Para Kant los estudios empíricos de la moral no alcanzan la universalidad necesaria para un estudio racional de la moral, dada la enorme cantidad de contingencias existentes en la experiencia. Por ello es un filósofo que no confía en los ejemplos. Pero, dentro de esta idea fundamental, Kant alude a una visión íntima del conocimiento sobre nosotros mismos, y pone al lector de frente con su propia sinceridad. A cada uno de nosotros nos es imposible distinguir si nuestras acciones responden a la ley moral que emana de la razón o si lo hacen a un egoísmo, incluso aunque, de cara al exterior, a las personas que nos rodean, hayamos actuado de acuerdo a la ley moral: podría perfectamente especularse que ha sido por ganar prestigio entre quienes nos rodean, o por temor a la vergüenza, o por miedo a las consecuencias de nuestras acciones. O, tal vez, por necesidad de alcanzar una satisfacción interna con nosotros mismos. Para Kant es imposible asegurar que no suceda por estas causas.

La relevancia de estas apreciaciones de Kant es enorme. En primer lugar, por tratarse de una  contravención aparente de la posibilidad del clásico socrático “Conócete a ti mismo”, dado que esta actividad del autoconocimiento, reducida al uso de la sensación interna, no es válida para Kant, siendo como es, por otro lado, una experiencia inevitable de cada persona, dado el hecho ineludible de que pertenecemos a un mundo físico que conocemos por la experiencia y los sentidos; se instala así el marco de profunda exigencia del pensamiento kantiano, que confronta críticamente aquí las intuiciones más íntimas. En segundo lugar, Kant está siendo coherente con su teoría del conocimiento, porque, según su propuesta, no se pueden conocer sino los efectos de nuestras acciones de conocimiento sobre las cosas, y no las cosas en sí mismas. Volveré a ello más tarde. Finalmente, la ilusión de interés propio de querer verse a sí mismo en la mejor luz indica que nadie es buen juez de sus propios motivos.

Pareciera que Kant minusvalore la experiencia como fuente de conocimiento, pero lo que hace es más bien describir sus limitaciones, especialmente en el campo de la filosofía moral, donde la intimidad de la voluntad resulta mucho más indescifrable en el origen de sus acciones que cuando estas son de carácter técnico o incluso que los consejos que buscan el ambiguo concepto de felicidad.

Kant es un filósofo del período de la Ilustración, a la que en cierto modo sirve de colofón intelectual y filosófico, y en la que su aportación mediante algunos de los primeros análisis de la Ilustración como movimiento es lúcida. La conjunción del empirismo y del racionalismo, las dos corrientes filosóficas principales de su tiempo, es una de las bases de su pensamiento, y suele ser reconocido como su mayor logro, ya que consiguió aunar mediante su idealismo trascendental ambas teorías en principio antagónicas, y ser así el inaugurador del pensamiento de la modernidad e incluso del asentamiento del método científico.

La tensión entre las ideas empirista y racionalista está presente en el fragmento, que, en principio, y por su corta longitud, expresa una incapacidad especialmente del empirismo, dado que la experiencia es apuntada como no válida para conocer las motivaciones últimas de la acción. Kant aquí contradiría a su admirado empirista David Hume, adalid de la ética como discurso racional imposible, que opinaba que los enunciados éticos sólo expresan actitudes o emociones del hablante. Pero, no obstante, y de manera relevante, una vez establecida esta limitación del empirismo, Kant no cae en la armonización de las ideas filosóficas con los requisitos de la religión, que es uno de los pilares del racionalismo de su tiempo, y al que el texto se prestaría fácil con la admisión de un alma inmortal, divina, y por tanto cognosciente, en el hombre. Y aunque la existencia de Dios y la inmortalidad del alma aparecerán en los postulados del mismo Kant, lo harán con una descripción utilitarista, como ‘demanda de la praxis humana’ o como posibilidad de otra vida con dicha que haya sido imposible en este mundo a pesar de habernos comportado moralmente. Kant afirmaba que no es posible conocer la existencia de Dios ni deducir que sea la causa originaria del mundo y sus habitantes. Esto, lógicamente, escandalizaría a los racionalistas de su tiempo.

Pareciera que Kant presenta matices de frustración, si es que la experiencia no sirve para conocer nuestras motivaciones últimas. En esta frustración parece interesante recordar que Kant es un filósofo no interesado en el psicologismo para los planteamientos éticos, aunque sí llegó a reconocer que “Toda moral precisa conocer al hombre” y que “He de conocer cuáles son los canales por los que puedo acceder a los sentimientos humanos para engendrar soluciones”. El filósofo no abre una puerta a iniciar estudios de psicología, pero parece intuir que puede haber otros mecanismos de trabajo.

La imposibilidad de conocer las motivaciones últimas de la moral mediante la experiencia tiene una conexión relevante con el conocimiento de la naturaleza. Kant afirmaba que sólo podemos conocer los objetos tal y como nos afectan y nunca las cosas en sí mismas. En su filosofía moral, esto se traduce en que el hombre no puede conocerse tal como es en sí mismo mediante la sensación interna, ya que “no se crea a sí mismo y no tiene de sí un concepto a priori, sino que lo adquiere empíricamente”. A partir de esta afirmación, se puede apreciar un fundamento de vital importancia para el método científico moderno, plenamente consciente de que estudia la interacción con los objetos de estudio más que ciertamente dichos objetos. Así, las mediciones realizadas de cualquier experimento están sometidas a errores experimentales determinados e indeterminados, dependiendo de la tecnología empleada, de las circunstancias del entorno, e incluso de la persona que opera la tecnología, todos ellos con sus propios defectos, incertidumbres y sesgos inevitables. ¿Cómo solucionar esto en el mundo científico actual? No se trata sólo del rigor en la preparación del trabajo experimental, con el control de las condiciones de contorno de la experimentación. El método científico propone en la actualidad para ello la llamada revisión por pares: la publicación de resultados contrastables por otros equipos de investigación de dicho experimento, que puedan reproducirlo en condiciones controladas, trabajando tal vez con otras tecnologías, partiendo de otras culturas, y probablemente con diferentes errores y sesgos. Si todos ellos se encuentran dentro del error experimental, la hipótesis se puede confirmar. Lógicamente, es mejor si esos equipos son muchos y variados. Si nos damos cuenta, en realidad aquí se aplica, o se solicita para alcanzar una teoría científica, una cierta universalidad para conseguir confirmar un resultado determinado. La palabra universalidad, en un texto sobre Kant, lógicamente está escogida con intención. No obstante, lo que aún no ha podido solucionar la ciencia, aunque lo intenta con esfuerzo como demuestran los continuados estudios neurocientíficos sobre el libre albedrío, es alcanzar estas soluciones a los problemas que afronta la filosofía moral.

Así pues, desconocemos y desconoceremos siempre si actuamos de acuerdo a la moral, o, tomando una expresión más personal, ‘en conciencia’.

Immanuel Kant según su imagen en Wikipedia, un cuadro de Johann Gottlieb Becker