Los bloques naranjas es un “prosario” de Luis Díaz (1994), dividido en tres partes llamadas Las ciudades, El deseo y El futuro, en el que cada “poema” está constituido por un párrafo en prosa escrito sin ningún signo de puntuación ni ninguna mayúscula. Nunca muy largos, suelen explicar con brevedad una acción juvenil (o adolescente) que transcurre en un verano en un barrio de ciudad, y sus protagonistas (que son un estado de ánimo reunido más que un individuo o personas en concreto) transitan por un afecto incipiente pero atropellado, una diversión inmediata de alcohol y drogas siempre escasos -pues no tienen dinero-, viajes en coche o moto que obligan a la carnalidad retraída, cierto spleen de asfalto, sin llegar al polígono, pero tendiendo.
Este protagonista colectivo siempre masculino y siempre adolescente intenta descubrirse y localizarse, sin demasiado éxito. Está pleno de emociones poéticas con su cuerpo, con su pene no fascinante pero sí céntrico, y aprecia interiormente sin saber expresarse hacia fuera. No acaba de entender el mundo, pero el futuro se le antoja más bien inhóspito. Su lenguaje es con frecuencia simple, de presentación directa, tierno en su conciencia masculina. El erotismo homosocial experimentador sobrevuela su deseo, entre la incomunicación y el anhelo, sin disfrute salvo en la conciencia de amar, que existe aunque no se articule así.
El libro me parece muy inspirado en el retrato de un ánima vital, trabajado en la traslación de una voz que ya debe ser lejana (el autor lo publica a los 29 años y confiesa en la dedicatoria que a sus amigos aún ‘no les he dicho te quiero’), y con un hálito psicológico más que un hilo descriptivo, no digamos ya narrativo. El aburrimiento, casi hastío, incluso el angst adolescente, todos son emociones relevantes, y, aunque existen flores y luces por el camino, la sensación final es cierta desesperanza.