Rodrigo García Marina, poeta autor de Los prodigiosos gatos monteses, es médico, filósofo y performer, además de escritor. A pesar de su juventud (1996) ha publicado varios poemarios, e imagino que leído y estudiado mucho en vida. Este es el primero que leo, un libro de carácter poético en aliento, ritmos y connotaciones, pero también dado a la prosa si es necesario.
Los gatos monteses que sirven de título refieren parcialmente al mundo salvaje que tomó los espacios durante la pandemia, que sobrevuela de continuo todos los pasajes del libro. Pero también al gato del Lemi, el amante del protagonista trasunto del autor. El texto es polisémico, tanto como polifacético el autor, lleno de asociaciones de ideas visuales y lingüísticas, un conjunto de rápidos inteligentes juegos de palabras visualizables con los cuerpos que las habitan. Este gato doméstico espejo de supuestos gatos monteses/callejeros en Madrid sirve de ejemplo de comparación en varias capas de significado.
En realidad, es un libro difícilmente comentable. Cualquier obra, por ficción desplazada de la realidad que sea, describe de alguna manera el ser y estar del autor, y el espíritu con que vive su tiempo en el mundo. Tal vez la poesía, o el lenguaje decididamente poético, especialmente dedicado a la introspección, es más dado a este juicio. En este sentido, Los prodigiosos gatos monteses es una obra apegada a los veinticinco años de un hombre enamorado que vive inesperadamente una pandemia insólita. Una obra llena de la desmedida inteligencia relacional de la juventud iluminada, y, a su vez, arrastrada por un deseo total de varias patas, del de la experiencia al del placer, del del conocimiento al de la alegría. Sus pasajes a veces atemorizan, por su impúdica libertad de expresión en equilibrio con el desparpajo sintáctico y estructural. El lector no sabe si los párrafos sin signos de puntuación habilitan mencionar el sexo pasivo o la persecución alegre de las noches de drogas, pero sí recibe una carga de realidad generacional en las formas de un desconcierto tan vital como asombrado del autor.
Tal vez el Zeitgeist sea que la vida tiene demasiados estímulos. Un signo de ellos es un cerebro privilegiado con esa cantidad de estudios y profesiones encerrados en cuerpo y mente limitados aunque sólo sea por humanos. El traslado de esos estímulos al lector, que resumo en el hallazgo de ese “toque de keta” fabuloso y definitivo, es probablemente la sensación que prefiero en esta lectura asociativa y voladora, a la que quiero comparar con el misterio que son los gatos en su vivir y convivir, algo elegante aunque se estén chupando el culo, un mirar misterioso aunque sólo sea el impulso primario de recibir comida o caricias, o un mover seductor de caderas aunque se trate de pasar por la vida enseñando el rabo. Los prodigiosos gatos monteses es, en cualquier caso, un fogonazo rimbaudiano de libro.