Perdónenme que empiece a explicar mi decadencia con maneras literarias, o, tratándose de su época, cinematográficas, que bien sé que apenas han cogido ustedes un par de libros del género entre sus manos. Sin embargo, qué duda cabe, habrán visto todas las películas, la mayoría norteamericanas y deleznables… Yo también y no sé si así vamos a construir país, no lo sé. Perdonen que me disgregue, es que a veces mi edad legendaria me confunde, pues no es cierto que los vampiros nos mantengamos siempre jóvenes, o, en cada caso, en la edad en que fuimos engendrados, pues por nuestra mente sigue pasando todo, y ésta adquiere modos de otras edades que ustedes no llegarán a conocer. Les decía, si quieren recordar, que iba a empezar literariamente. Pues sí, mi vampiro preferido es, cómo no, Louis de Pointe du Lac. Sí, queridos míos, ¿no le recuerdan? ¡El hijo de Lestat, el espíritu de la Nueva Orleans! ¿Por qué le tengo especial aprecio? Primero, por la sonoridad de su nombre largo como la eternidad, que es una idea cuya aplicación, más me vale, siempre me ha agradado. Segundo, porque era un petardo adorable. No tenía nada de esa trascendencia cósmica de Drácula, ni el desparpajo tonto de tanto vampiro adolescente deseoso de vestirse de Bershka. Y finalmente, no me negarán ustedes que no era sino guapo, elegante, atractivo, educado y encantador. Nada que ver con esos vampiros que ahora surgen de todas partes, como si el campo se hubiera puesto a criar seres de ultratumba. ¡Pero si ahora hasta tenemos vampiros negros, invertidos, cabareteros, o en plena guerra civil española! Permítanme, queridos, que me mofe durante unos segundos de la literatura que les venden… En fin, nadie es perfecto: si hay algo que no me gusta en Louis es que sea un vampiro tan del nuevo mundo. Tan moderno él, cuando podía haber nacido tranquilamente en Londres durante una de esas pestes tan apetitosas. Tiene amores existenciales con una niña, mata a su padre, viaja por el mundo, hasta va al cine y seguramente se lo podría encontrar uno en una ceremonia de entrega de premios, que siempre suceden de noche. Para mí, no deja de ser contradictorio un vampiro tan chic. El vampiro ha de ser perverso y anacrónico. Quién sabe, tal vez esa es la razón de su encanto.
Yo vengo de una tradición mucho más rancia, y eso que nací más tarde que Louis. A mí me engendró un sobrino nieto de Zumalacárregui durante el sitio de Bilbao en plena última guerra carlista, y, desengáñense, para quien ha de vivir literalmente de la sangre ajena, algo así deja un tinte indeleble en el alma muerta. El muy gañán desapareció de la escena pública cuando Concha levantó el sitio y no le volví a ver. Unos años más tarde, en el mundillo se mencionó que estaba detrás de la muerte de Cánovas del Castillo. Ahí había mucha carne que disfrutar y a él siempre le gustó lo rural, sin duda, por eso sufrió tanto en el asedio y en vez de aprovechar los excedentes sanguíneos y las debilidades humanas que en tales ocasiones suelen acontecer, optó por elegirme a mí para vampirizarme. Yo era un muchacho, orgullosísimo de los primigenios bigotes que, de acuerdo a las modas de la época, había conseguido que por fin adornaran mi cara de postadolescente, que se dice ahora. Y aquí les debo desmitificar cuestiones sobre el aspecto eternamente juvenil de los vampiros: yo terminé afeitándome sin más problemas, un buen día que comprendí que semejantes mostachones me harían ser el payaso de todas las noches del bien entrado siglo veinte. Un vampiro, no vayan a pensar ustedes, también tiene sentimientos, un poquito de corazón, y le gusta ser aceptado en sociedad, sobre todo en la suya. La lástima es que el bigote no volvió a crecer; ni ningún otro pelo en la cara. Y es que los vampiros nos quedamos sin hormonas. Lo cual es muy jodido. Todo el mundo cree que Lestat perseguía muchachos para follárselos y matarlos a la vez. Enorme error: al pobre Lestat le quedaba tan poca sangre que jamás habría podido emplearla en una erección que no fuera dental. ¡Dios mío, qué idea tan terrorífica, toda la sangre muerta en la entrepierna! No, señores, el sexo no nos importa; pero siendo los muchachos tan inocentes como las muchachas, tienen un litro de sangre más como término medio. ¡No digamos ya si se trata de un buen morrosko, alimentado con las chuletas de la tierra! Y, sí, es cierto, la mayoría de los vampiros, de puro jóvenes, somos técnicamente lo que ustedes llaman vírgenes. No se rían… podría atacarles si no fuera porque su sangre ya está vieja y adulterada, y ustedes se quedarían sin probar ese tan adulado placer por siglos, y, créanme, sufrirían mucho más al haberlo conocido.
A mí nunca me ha gustado mucho el cosmopolitismo. Ya me decía mi ama que a ver dónde iba a estar mejor que aquí. Durante cien años no bajé de la peña de Orduña, ni subí de la orilla del Adour. En los últimos años, sin embargo, no he hecho más que viajar, y siempre por motivos de trabajo. Verán, descubrí que para un vampiro no es tan peligroso el hecho de ser un asesino, cosa frecuente allá donde se mire, pero sí un ladrón, pues el apego de los hombres por la propiedad privada supera incluso el anhelo de vivir. Oh, sí, ya sé, esto no se suele contar mucho, de hecho, se habrán fijado que en libros y películas todo le viene dado al vampiro. ¿Y la intendencia? No irán a creer ustedes que nos regalan los castillos, las mansiones, que la ropa permanece también inmortal, etc… No, necesitamos una cierta posición, una caja donde pasar los días, un baño y sus neceseres para acicalarnos con los ungüentos que broncean nuestro cutis níveo, un sótano frío para momentos de recogimiento… en fin, todas esas cosas que ayudan a sentar la cabeza. Sin embargo, como ustedes comprenderán, alguien que supera la centena de años no va a rebajarse a trabajar, cosa tan vulgar y burguesa. A no ser que… sí, claro, los tiempos modernos han traído algunas actividades excelentes para que un vampiro se acomode a ellas sin necesidad de dar un palo al agua. Por pura lógica, comencé en un turno de noche de un hospital. A un pobre médico que recién había acabado sus exámenes de residencia le di el disgusto del día sorbiéndole toda la linfa y quedándome con su curriculum brillante, y entré en prácticas de guardia en el hospital de Basurto, cuyos pabellones separados y su ambientación retromodernista tan bien encajaban con mi carácter y mi época. No obstante, no funcionó: un hospital no es un lugar para un vampiro, pues demasiadas cosas me paralizaban, y llegaba al amanecer ahíto de alimento, pues comía con descontrolada voracidad, y lo último que puede admitirse es un vampiro con tendencia a la obesidad en el servicio público. Además, descubrí que se trabajaba mucho y era una actividad altamente estresante. Eso sí, recopilé muchas ideas de las barbaridades que el género humano se dedica durante las noches. Nunca se sabe.
Mi vocación final la encontré en la informática. ¡Oh, gran invento de los humanos este! Los informáticos son siempre jóvenes y sobrealimentados. Es cierto que su sangre sabe demasiado a grasa saturada, qué vamos a hacerle, no todo iban a ser ventajas con el progreso), manifiestan una tendencia sabrosísima a trabajar exclusivamente de noche, y, finalmente, su definición del trabajo es algo que considero de gran inteligencia. Una vez que un sistema funciona, basta con hacerle tres desarreglos por las noches y dos arreglos por la madrugada… En esas condiciones, ¿cómo no iba a quedarme con un puesto de estos? Trabajaba en Gobierno Vasco, disfrutando de una fabulosa precariedad laboral, que no sólo me permitía conocer a mucha gente nueva, sino que en ocasiones me impelía, en defensa de mi puesto de trabajo, a realizar agradables reducciones físicas del número de posibles candidatos a sustituirme, de modo que acababan recomendándome de nuevo para la contratación. Así, no sólo conseguía dinerito fácil para la logística diaria, sino que empecé a conocer mundo. Me supuso un disgusto, no vayan a creer, tener que buscarme vivienda en Vitoria, puesto que siempre me gustó más Bilbao, donde un vampiro no suele destacar tanto. Pero no tuve más remedio que trasladarme. Gobierno Vasco, como saben, es una institución joven. Tenía curiosidad por ver qué pasaría cuando vieran que no acababa de jubilarme nunca. Pensarían que era el contribuyente modelo, un cotizador inmenso e inacabable. Pero, volviendo a lo que les contaba, Gobierno Vasco cogió la manía de llevarnos de excursión por Sudamérica, con un absurdo plan de informatización de la zona cuyos detalles ahora no vienen a cuento explicar, pero que me permitió viajar y conocer lugares poblados de oriundos de extraños nombres que me recordaban los de compañeros de cien años atrás, que emigraron y volvieron indianos y que ahora suenan a vasco más viejo que yo mismo. No fue fácil escaparse de los actos oficiales, siempre a la luz del día, pero mis conocimientos, fundamentados en noches de terror ejercidas sobre algunos colegas laborales, y la propia reputación del gremio, permitió la apertura de locales y empresas siempre al atardecer, y yo me dejaba caer, con la distinción de las personas elegantes, a la hora en que el crepúsculo ya era historia. Buenos Aires, Montevideo, Lima, Caracas… Yo creo que allí comenzó mi declive. Tanta raza diferente, con esas hemoglobinas amargas y especiadas, a pesar de ser tan cuidadoso y escoger siempre oriundos de ocho apellidos vasquísimos. Esas pieles oscuras y esos ojos rasgados… ¡Ay, Amatxu! ¿Qué me hicieron? Me encontraba mal en las fiestas, tenía sudores y temblores, no me entendían al explicar los programas informáticos tetralingües que implantábamos, añoraba mi terruño, hasta recordé algo extraño que había leído y me había sentado mal sobre reacciones psicosomáticas debidas al estrés por desarraigo, la falta de relaciones sexuales y el complejo de Edipo.
De vuelta a la tierra madre, a la que añoraba con lucidez mítica, no he mejorado. Dependemos tanto de nuestro alimento que algunos cambios imperceptibles e inesperados en su composición alteran en exceso nuestro delicado equilibrio metabólico. Ya no se come aquí como antes, hay que resignarse a la evidencia. No es sólo que haya que buscarse la comida en comunidades cada vez más extrañas, pues en mis ciento treinta años arrastrando los caninos por los basureros varios de la condición humana, ya he visto de todo. Ahí tienen, por ejemplo, al vampiro del barnategi, que actúa diezmando perceptiblemente las colonias de nuevos vascoparlantes y tiene desorientados a varios jueces y cuatro o cinco sindicatos diferentes: juraría que mi padre querido está detrás de eso. No, es que ahora todo anda mezclado, incluso aquí, y tanto mestizaje se lleva por delante las buenas tradiciones. Antes podía esperarse algo de las costumbres viejas: un matrimonio joven, serio y trabajador, que los domingos visitase con fervor moderado la misa de Begoña, comentase después las novedades de la semana con la familia bajando por Mallona, mientras el marido se preparaba para asistir al partido de la tarde en San Mamés, dejando a su mujer visitando a las viudas de la familia, eran una garantía de frescor sanguíneo, buena alimentación y libaciones prolongadas en la seguridad de un label bilbaíno de calidad. Humanos estos desprovistos además del don de la desconfianza ante los desconocidos. ¿Con qué me encuentro ahora? Las iglesias están vacías, o bien sólo acuden viejecitas que en cuanto te acercas a un metro blanden amenazadoras sus bastones de madera con tal vez punta de plata, y que apenas dan alimento para media tarde. En el fútbol ya no puedes pinchar a nadie decente, pues todos están aburridos y borrachos y acabas ahogado en alcohol, y a mí, educado en las cortesías y urbanidades de épocas más civilizadas, me resulta imposible integrarme en esos grupos chillones y desaforados. Y, claro, no va uno a darle un lingotazo a los jugadores y tragarse un litro de tinta de tatuaje. Bastante mal están ya las cosas.
Ay, señor, cuánto añoro aquellos tiempos de Don Carlos, cuando todos estábamos mezclados sin riesgo de contagio o contaminación. Todas las sangres eran limpias, alimentadas sin aditamentos industriales, y no encontraba nunca la sorpresa de un virus libidinoso y adulterante en individuos que parecieran sanos. Aquello sí era mi Arcadia. Pero, estos siglos endemoniados y este progreso que te obliga a conocer todos los antígenos rhesus y las secuencias genéticas… Los avances de la ciencia me tienen loco, y ahora necesito varios días de descanso cuando ataco a una figura pública, agotado sabe Dios por culpa de qué extraño alelo mutado. Ya me decía mi aita que no era bueno viajar, que se puede coger cualquier cosa por ahí. He tenido que abandonar temporalmente el trabajo, para felicidad del departamento de recursos humanos, que tanto adora administrar bajas. He estado deprimido y he llegado a pensar que es el asedio el verdadero sitio del vampiro.